No sabría decir cuando empezaron a encadenarse los hechos que llevaron a esta situación. Tampoco sé si lo hice bien, o si lo hice mal. Probablemente, como siempre me pasa con este tipo de cosas, lo hice de la peor manera posible, porque. Ser un metepatas es una de mis principales características, y supongo que se trata de algo que nunca conseguiré cambiar, por más que lo intente.

Empezaré diciendo que cuando comencé a trabajar en el proyecto de la.trans.tienda, no me atreví a contar nada a mis padres, por miedo a que me quitasen la idea de la cabeza (las ideas son frágiles al principio) como ya habían hecho en otras ocasiones con otras iniciativas. Cuando me di de alta como autónomo, tampoco se lo dije, por miedo a que se enfadaran conmigo, o me dijesen que lo que estaba haciendo era una idiotez. Sin embargo, mi madre seguía pagando su propia seguridad social para mantener la tienda abierta… innecesariamente, ya que allí sólo trabajo yo desde hace tiempo.

De la misma forma, y por motivos similares, no les dije que había cambiado de nombre legal. Fue una decisión muy difícil de tomar, y tener que tomarla hizo que se momento feliz se volviese un poco amargo. Tenía miedo de que mi padre tomase represalias contra mí, por haberme atrevido a cancelar la partida de nacimiento que él firmó en el Registro Civil ¿Y si decidía que yo ya no era hijo (o hija) suya? Demasiado riesgo.

La semana pasada, mis padres se quedaron en casa (en la casa donde vivo, que es suya), y a raiz de un pequeño incidente, estuvimos a punto de tener una discusión muy grave, que al final se pudo evitar (tuve suerte, ese día yo había tenido que pasar el día fuera de casa, y cuando llegué, la cosa ya se había enfriado). Pero aunque no llegamos a discutir, sí que hablamos de la ayuda que ellos me dan (dejarme estar en su casa, sin pagar nada, pagar la seguridad social para mantener la tienda abierta…)y yo le dije a mi madre que ya no hacía falta que siguiera cotizando en la seguridad social, porque ya estaba cotizando yo. Me preguntó por qué me había dado de alta, y desde cuando, y se lo conté.

Unos días más tarde, hablé del tema con mi padre. Me acusó de haberle mentido, y de estar aprovechándome de él, “chupándome lo suyo” (según me ha contado mi amiga Maite, madre de una chica trans, lo que más les molesta a los padres es que hagamos las cosas así, te tapadillo y sin contarles nada, barriendo sólo para lo nuestro…). Yo le expliqué mis motivos para no contárselo, torpemente pero como mejor pude, ya que cuando hablo con mis padres me bloqueo y soy incapaz de sacar adelante ningún razonamiento mínimamente coherente. Simplemente, estoy demasiado angustiado para pensar. Al menos, conseguí decirle que no les decía nada porque tenía miedo de él. No acerté a decirle también que ellos mismos han decidido separarse de mi vida, al no reconocerme como hijo, ni que no saben nada de mí, ni siquera quien soy. Pero sí que le dije que estoy convencido de que podría hacer cualquier cosa contra mí, porque no me quieren. Si me quisieran, no me llamarían Elena, ni me tratarían en femenino, convirtiendo cada rato que estoy con ellos en una humillación (tampoco le dije que cuando lo hacen en público, además, me ponen en riesgo, porque animan a los demás a que también me traten mal. Si los padres de una persona trans le tratan en el género que no es, significa, generalmente, que no pueden hacer otra cosa, pero cuando lo hacen los demás, significa que creen tener una superioridad moral sobre ti, para decidir quien eres y ponerte “en tu sitio”).

Mi padre dijo que me llamaba Elena porque ese era mi nombre: el nombre que tenía que poner cuando hacía papeles. Yo lo negué con la cabeza, y le dije que no. Me pidió que le enseñara el carnet de identidad, y se lo enseñé.

Al verlo, empezó a llamarme Pablo. No se enfadó por que hubiese cambiado de nombre, pero me acusó de mentirle también en eso. Me dijo que ahora le había mentido dos veces.

Continuamos hablando mucho rato, intentando arreglar las cosas. Me echó en cara muchas cosas más, del presente, y del pasado lejano. Todos los esfuerzos infructuosos para conducirme hacia una vida laboral brillante y productiva. Todos los esfuerzos que, para mí, conducían a convertirme en quien ellos querían, y no en quien quería yo. Pero ¿Quién quería ser yo? En aquella época, ni siquiera lo sabía, porque no sabía que podía llegar a ser quien de verdad era. En aquella época, vivir era una tarea demasiado penosa, como para, además, prestar atención a otras obligaciones. Tampoco fui capaz de explicárselo a mi padre, pero creo que eso no es falta mía en hablar, ni suya en escuchar: me parece que, si no eres trans, todo lo que he escrito anteriormente carece por completo de sentido. Sin embargo, para quienes sí lo somos, tiene todo el sentido del mundo.

Recuerdo que, cuando les dije que era trans, tuvimos una conversación similar, en la que mi padre me echó en cara todos mis fracasos, el poco esfuerzo que ponía en todo, mi escasa utilidad. En aquel momento me pareció que era bueno que me lo dijera, porque yo sabía que era verdad, y lo mejor que se puede hacer con la verdad es ponérsela delante de los ojos a quien se empeña en no verla (ahora, unos años más tarde, me he dado cuenta de que eso tampoco es cierto. Cuando las cosas no se pueden cambiar, es mejor dejar que los demás vivan felices. No merece la pena amargarles si no se va a obtener ningún beneficio de ello). Aquella vez, me avergoncé de mí mismo. En esta ocasión, no. Esta vez estaba muy tranquilo, porque sabía que en esta ocasión el que no veía las cosas no era yo, sino mi padre. Estudio mucho, trabajo mucho, me esfuerzo mucho, trato de ayudar a todo el que puedo, y nunca busco aprovecharme de la necesidad ajena.

Mi padre sostiene que lo más honrado habría sido confiar en ellos desde el principio e ir contándoles las cosas a medida que las iba haciendo. Soportar sus reacciones, incluso cuando sean agresivas (verbalmente, nunca físicamente) y estén equivocados (o ir sorprendiéndome de que, al contrario, reaccionen bien), es parte de los deberes de un hijo. Yo creo que hay un límite de exigencia y de agresión que queda fuera de los deberes morales.

Quizá debí hablar antes. O quizá, al posponerlo hasta que he explotado, y tener que reconocer que lo he hecho por miedo, les ha hecho pensar que están siendo demasiado duros conmigo. O quizá no. Lo que mis padres piensan, o como van o no van a reaccionar, sigue siendo imprevisible para mí.

Como sea, la cuestión es que mis padres han empezado a llamarme Pablo, o a intentarlo. No siempre les sale, pero por lo menos lo intentan. Yo no pido nada más. También hemos traspasado el nombre de la tienda, y ahora está al mío. Me he convertido de repente en un “bi-empresario”, con dos licencias fiscales para dos actividades distintas: la.trans.tienda y la ferretería. Me preocupa, porque en esta época de crisis, en la que no hay dinero para nadie, ser “bi-pequeño-empresario” es “bi-arriesgado”, pero me queda el consuelo de que al menos ahora le saco más rendimiento a mis impuestos.

Ambos momentos, el del traspaso del nombre de la tienda (que, al fin y al cabo, me convierten definitivamente en una persona que va en serio con lo que está haciendo), y la primera vez que mis padres empezasen a llamarme por mi nombre, y a tratarme en masculino, deberían haber sido alegres. Sin embargo, como cada pequeño avance que he ido haciendo en la construcción de mí mismo como hombre, se han vuelto agridulces, pues han ido teñidos de discusión, angustia, secretos y miedo.

Por otra parte, creo que esto ha sido un punto de inflexión. Quizá, en adelante, las cosas dejen de ser así.