Foto: Nova Bastante Carrasco de una ilustración realizada por ella misma de La Veneno. Puedes encontrar más ejemplos de su trabajo, o encargar un retrato en Nova Art.

Hace dos días murió la Veneno.

Se llamaba Cristina Ortiz Rodríguez. La primera vez que supe de ella fue en Esta noche cruzamos el Mississippi, de Pepe Navarro. Un programa que más tarde tendría su continuación en La sonrisa del pelícano, y cuyo éxito provocaría la aparición de otros muchos programas similares como Crónicas marcianas, por poner un ejemplo.

La Veneno era la antiheroína trans. Era la trans que ninguno queríamos ser. Muchos relatos de personas trans (el mío mísmo) incluyen la frase «las únicas referencias de personas trans que yo tenía eran Carmen de Mairena, la Veneno… pero yo no me identificaba con ellas, yo no era eso». Algunos, con suerte, después de muchos años de y con más conocimiento del mundo llegamos a la conclusión de que sí, en realidad sí que éramos eso.

La muerte de Cristina ha llegado justo después de la publicación de sus memorias Ni puta ni santa (libro del que no puedo dar enlace porque no existe en edición digital, y todas las ediciones en papel están agotadas), en la que, entre otras cosas, hablaba de los hombres poderosos con los que se había acostado en el ejercicio de su profesión. Hace unas semanas, en una entrevista decía que un mes después de que se publicara el libro, ella estaría muerta, ya que aunque no daba los nombres, sí que daba las iniciales de sus clientes más conocidos.

Acertó. Su predicción ha hecho que mucha gente piense que la muerte de la Veneno ha sido un asesinato. Un ajuste de cuentas por decir lo que debería haber callado. La policía, en cambio, sostiene que su muerte fue accidental. Algo que tiene mucho más sentido para mí. ¿Qué lógica tendría matar a La Veneno una vez que el libro ya estaba escrito y publicado? Eso sólo tendría un efecto, totalmente previsible: disparar las ventas del libro. Exactamente lo que ha ocurrido.

En cambio, parece mucho más creíble la versión de la policía. La Veneno bebió demasiado y tomó pastillas tranquilizantes: una mala combinación. En un momento dado fue al baño, y allí se cayó al suelo y se golpeó la cabeza, y en otras partes del cuerpo. Mareada, regresó a su salón y se tumbó en el sofá a descansar, donde la encontró su novio al regresar a casa.

Un accidente doméstico, y un homicidio de otro tipo. Porque es difícil esperar otro final para la vida de una mujer transexual, nacida en los años 60, y, peor aún, en Adra (Almería), sin estudios, sin apoyo familiar, y viendo la fama en el mundo del espectáculo como única salida dorada para su situación, y la prostitución callejera como única salida práctica.

Recuerdo muy bien Esta noche cruzamos el Mississippi. Era un programa en el que Pepe Navarro y sus colaboradores se dedicaban a llevar a personas que ellos consideraban ridículas para burlarse de ellas en directo, delante de una audiencia de millones de personas. Las llamaban «frikis» y se reían de ellas en su cara sin que ellas se diesen cuenta de la burla, o quizá mientras ellas fingían no darse cuenta, porque eran pobres y en la tele pagan bien, porque realmente pensaban que si se hacían famosas alcanzarían a vivir una vida de riqueza soñada e imposible de alcanzar por otros medios, porque ande yo caliente y ríase la gente. Porque ese era el peaje a pagar para alcanzar el éxito.

A mí no me gustaba ese programa, porque ya a mis 15, 16 y 17 años me parecía que la humillación, la burla y el escarnio público están mal. Pero mientras Pepe Navarro se reía de sus frikis, media España reía con él. La mayoría de mis compañeros de clase reían con él, y luego, durante el día, de vuelta al mundo real, se reían de mí. Sí, yo era como la Veneno, excepto porque ella se estaba ganando la vida y se estaba volviendo famosa, y yo no.

La Veneno no fue mi primer referente trans. Hubo otra antes que ella. La llamaban «Juanita Banana» y era una mujer trans de Motril. Al parecer, en su juventud vivía de encalar casas, pero mi recuerdo es de ella ya en la vejez. Una alcohólica, con la cara machada con churretes de maquillaje, que gritaba a la gente en la calle, que rebuscaba en los contenedores de basura. Posiblemente se acostara con cualquier patán que le diera unas pesetas para comprar más vino. Posiblemente la violaron más de una vez algunos machotes «heteros». Mis padres me decían que me alejara de ella, que era peligrosa, pero nunca fue a la cárcel, que yo sepa. La gente que la conocía decía que era buena persona. No sé si con ella habría corrido algún peligro o no.

Recuerdo a la gente insultándola, a los niños y a los adolescentes riéndose de ella. La recuerdo dando gritos enloquecidos por la calle, hablando sola. Se ponía ropas viejas de mujer, y le gustaba ponerse flores en el pelo. Un día desapareció y la gente empezó a decir que estaba muerta, pero no… los servicios sociales se la llevaron a una residencia de ancianos del Padul, donde pasó sus últimos años siendo tratada como hombre, bajo el nombre de Juan.

Adra y Motril están a una hora de distancia en coche. A dos horas, en los años 70-90. Suficientemente cerca para que La Veneno tal vez supiese de ella y pensara que ella no quería ser eso. O tal vez en Adra también tenían a su propia Juanita Banana, o tal vez Cristina sabía lo que le pasaría aunque no supiese de la existencia de esta mujer motrileña. Aunque ya lo fuera sin saberlo.

La distancia que me separa a mí de Juanita, y de la Veneno es la diferencia entre haber nacido a finales de 1979 (casi ya en los 80) y haber nacido en los 60 o antes. Es la distancia de género, porque el castigo contra las mujeres trans que se rebelan contra la asignación de un sexo masculino es mucho mayor que el que sufrimos los hombres trans que nos rebelamos contra la asignación de un sexo femenino. Es una distancia de clase: mi padre y mi madre son ambos universitarios, y para ellos el que yo estudiase no era una opción. Es la distancia de que mientras mis compañeros se reían de mí en el instituto, yo sabía que si iba a la universidad podría salir de Motril (con el dinero de mis padres), pero para ellas las cosas no eran tan fáciles. Entre La Veneno y yo había mucha distancia, pero no tanta, porque aunque yo no quisiera ser como ella, lo era.

La muerte de La Veneno es un poco la muerte de cada persona trans. Si alguien se ha reído alguna vez de ti por ser quién eres, o si estás en un armario (el de antes de decir que eres trans) o en el otro armario (el de después de haber terminado tu transción) y vives con miedo de que te descubran y tu lugar en la sociedad se desmorone en un instante. Si no pudiste estudiar porque te acosaban en la escuela y tus padres te pegaban para enderezarte, o si estudiaste comiéndote las humillaciones cada día. Si has tenido que hacer trabajo sexual para sobrevivir. Si has hecho lo necesario para llevar una vida mejor, aunque lo necesario no fuese siempre lo más valiente, ni lo más honroso, ni lo menos humillante, e implicase tragarte la rabia, la humillación y comulgar con ruedas de molino, entonces tú también eres lo mismo que La Veneno. Y hoy tienes el derecho, y la obligación, de plantearte en qué mierda de sociedad vivimos que empuja a la gente a atiborrarse de alcohol y tranqulizantes hasta morir (literalmente) para poder sacar su vida adelante cada día.