Cuando llevaba tres semanas en Liverpool decidí hacer caso a mi amigo Carlos y darme una vuelta por Edimburgo. «Aquí hay muchos sitios que tienen carteles en el escaparate buscando gente», me explicó Carlos, «y en verano las tiendas abren desde las 8 a las 11 de la noche, así que ahora están buscando gente para la temporada alta, y es más fácil que encuentres un trabajo. Así tendrás tiempo para ir buscando otra cosa para el invierno».

Carlos es uno de los amigos que lleva años diciéndome «vente pa’ Edimburgo, Pablo» (versión actual del «vente pa’ Alemania, Pepe«), así que le hice caso. Además, me dejaba quedarme en el sofá de su casa, que, por lo que me ha contado, ya ha tenido varios inquilinos que estaban más o menos «homeless» como yo.

Aún así, sólo fui a Edimburgo tres días, para no molestarle mucho. Con su ayuda, hicimos una batida por la zona centro y dejé unos 25 currículums, además de recolectar anuncios para solicitar el puesto por internet, más adelante. Dedicamos poco más de una mañana a la cuestión, por la tarde descansamos, y al día siguiente me volví.

Una semana más tarde, justo después de que escribiese la anterior entrada, el teléfono sonó. Era un sábado por la mañana y tenía previsto dedicarlo a mover muebles dentro de casa, pero el timbre del teléfono me despertó antes de que pudiese hacer nada. La persona que llamaba me quería hacer una entrevista ese mismo día, pero ese día yo no podía ir… porque estaba a 350 km de Edimburgo. Así que le pedí ir al día siguiente, y así lo hice.

Dividí las pocas pertenencias que tenía en las más fundamentales, e hice una maleta que lo mismo podía servir para equipaje de una semana, que para equipaje indefinido. Algo me decía que iba a conseguir el trabajo, así que mejor ir preparado, pero no demasiado bien preparado, por si acaso no me lo daban, que no me sintiera demasiado idiota.

El trabajo era en una tienda de souvenirs de la Royal Mile de Edimburgo. Como mi inglés no es muy bueno, no me enteré demasiado bien de la dirección, pero de nuevo mi amigo Carlos vino en mi auxilió y me dijo donde era (Carlos es una especie de guía Michelín de Edimburgo: lo sabe todo), aunque esta vez me quedé en casa de mi amiga Lara, que es otra de las que me decían que me dejara de hacer el imbécil en España y fuese tirando para acá.

Llegué a la tienda a las 10:15, aunque mi cita era a las 10:30, y vi como la abrían. Para disimular, me metí en la tienda de al lado hasta las 10:30, que volví a salir. Había cuantro personas muy atareadas, y la mánager se olvidaba de entrevistarme constantemente. Finalmente, me hizo una entrevista de unos 5 minutos, en la que hablamos de mi experiencia, y me pidió que volviera a las 13:00, ya que el jefe estaría por allí.

«Vaya huevos», pensé para mí, pero por otra parte me dije: «si me pide que vuelva, será que le he gustado». Así que con esa esperanza, volví a la 13:00. Una vez más, todos estaban muy atareados, pero aún así, conseguí darme cuenta de que el chico que estaba en la caja era español, y le pregunté qué tal eran los jefes, cómo se estaba en la empresa, y demás. Él me dijo que eran todos muy majos, y que en la empresa se estaba bien, pero que a él le iban a cambiar de tienda, y además su turno terminaba ya, así que estaba deseando irse.

Sin embargo, había un problema: la manager no tenía a nadie para cubrir su puesto, y mientras yo esperaba para que me hicieran una segunda entrevista con el jefe, la veía ir de aquí para allá, llamando por teléfono y hablando con un señor que yo me imaginé que debía ser el jefe (y efectivamente, lo era). De repente, se volvió hacia mí y me dijo «Tú me has dicho que tienes experiencia ¿Quieres trabajar?». Obviamente le dije que sí, y de buenas a primeras, con un minicursillo acelerado de 5 minutos, me vi en la caja atendiendo a la gente. Así, sin anestesia ni nada.

«El trabajo es sólo para una semana», me explicó la mánager, «pero si me quedo contenta, a lo mejor te puedes quedar más, o te puedo recomendar para que trabajes en otra tienda ¿Te parece bien?». «Claro que sí», le respondí. Y desde entonces, trabajo ahí.

Dicho sea de paso, la verdad es que el chico español debió pensar «para lo que me queda de estar en el convento, me cago dentro», y la noche anterior había estado de juerga. Se presentó en el trabajo con un resacón del 15, y apestando a whisky, pero como lo cambiaban de tienda, ya que se iba con el manager anterior, le daba igual.

Mi primera semana fue mortal. Estábamos abriendo una tienda nueva, que en realidad no era nueva, pero había estado mal gestionada anteriormente, y había mucho que hacer. Trabajé 62 horas, de manera muy intensa, pero me pagaron todas y cada una de ellas. En una semana gané más o menos lo mismo que en un mes de trabajo en España, con dos trabajos. A partir de la segunda semana, ya tenemos un horario normal, con 40 – 45 horas a la semana, y un ritmo más relajado, que a veces llega a ser hasta aburrido.

El trabajo, la verdad, me gusta mucho. Los clientes son turistas que vienen contentos a pasarlo bien, no españoles amargados que si pudieran te sacarían hasta la sangre. Los españoles que vienen están encantados de encontrarse con otro compatriota (aunque en realidad aquí hay españoles por todas partes, hay españoles hasta en la sopa, y sobre todo, los hay en las tiendas de souvenirs), y nadie es desagradable. Todos los compañeros de trabajo son super simpáticos, y el equipo es muy internacional: la jefa es japonesa, y los demás somos, un mexicano, una estadounidense, un chico italiano, y otra italiana que no trabaja siempre en la empresa, porque no le gusta demasiado. No hay escoceses, principalmente porque ningún escocés viene a pedir trabajo a este tipo de tiendas. Como suele ocurrir, los inmigrantes hacemos el trabajo que los del país no quieren hacer, pero, la verdad, yo estoy contento con lo que hago, así que no me voy a quejar.

El resumen de mi búsqueda de trabajo es:

Tiempo en encontrar trabajo desde que llegué al país: un mes justo.

Número de currículums dejados: incontables.

Entrevistas realizadas: 2

Tiempo empleado en la búsqueda de trabajo en Edimburgo: 1 mañana

Reconozco que he tenido tres ventajas fundamentales: amigos y familia que me han ayudado desde el principio, un nivel alto de inglés (que al llegar aquí se convirtió en a penas suficiente, aunque hay gente que habla peor que yo, y también tienen trabajos que les gustan), y mucha suerte. Llegué en el momento adecuado al lugar adecuado.

Me siento muy feliz. Por primera vez en años, tengo un salario que me permite vivir como una persona, y no me paso los días y las noches contando céntimos, preguntándome cómo voy a pagar las facturas, o si podré comprar comida mañana. Hago algo que me gusta, y luego me sobra tiempo para dedicarlo a otras cosas que también me gustan, como la.trans.tienda, escribir o estudiar. Puede que este invierno aprenda a coser a máquina. Vivo en una de las ciudades más bellas de Europa, y tengo amigos con los que disfrutarla. Sólo falta que K. venga aquí, para que todo sea perfecto, y eso ocurrirá dentro de dos meses.

Mi único miedo, la única preocupación, es que todo parece demasiado bueno para ser verdad. Cuanto mejor me encuentro, más miedo siento de que ocurra una nueva catástrofe que me tire todo al suelo y tenga que empezar de cero por tercera vez. Es un temor irracional, que se me engancha en el estómago, y al pecho, acompañado por una vocecilla que me susurra que no merezco nada de esto, y que pronto en el trabajo se darán cuenta de que pueden encontrar a alguien mejor y me despedirán. Una voz que no es más que el eco de otras voces reales que durante años me han estado diciendo que yo no servía para nada, y que siempre tendría que estar «chupándole» a alguien sus recursos para poder vivir. Unas voces que debo aprender a olvidar, ya que no pienso permitir que nadie vuelva a decirme tal cosa nunca más.

En las siguientes entradas hablaré de mis aventuras para conseguir la testosterona (y la aguja, que casi fue peor), y cómo he aumentado mi nivel de vida al comprar una cafetera. También hablaré sobre mi nuevo apartamento, y cómo pasé de ser un okupa de los colchones y sofás de mi hermana y amigos, a un arrendatario con todas las de la ley (aquí les llaman «tenant», es decir «teniente»).