Esta entrada conecta, sorprendentemente, con la anterior.

En la entrada anterior comentaba que muchas personas se interesaban por mi bienestar, con gran preocupación, como si me estuviese recuperando de una enfermedad grave. Les resulta difícil entender que yo soy feliz no «a pesar» de ser transexual, sino precisamente «por» ser transexual.

La otra cara de la moneda es cuando algunas personas se ponen en contacto conmigo (generalmente a través de chats) para hacerme una batería de preguntas que sigue un guión similar al siguiente:

– Hola ¿cómo estás?
– ¿Cuantos años llevas con las hormonas?
– ¿Te has operado?
– ¿Cuando? ¿Cuanto tiempo estuviste en lista de espera?
– ¿Te dolió? ¿Eres feliz ahora? ¿Me mandas una foto de las cicatrices?
– ¿Cuanto te mide el clítoris? ¿Qué técnicas hay para operarse de abajo?

Juro que lo del clítoris me lo preguntan con bastante frecuencia.

Es lo único que les interesa de mí. Qué modificaciones he realizado en mi cuerpo. Llegan, preguntan intimidades a bocajarro, y se van. A veces regresan al cabo de un par de semanas y repiten la tanda de preguntas porque han recibido informaciones contradictorias y necesitan un refuerzo positivo.

Me molesta mucho, y no consigo que entiendan por qué. Así que me enfado, y me frustro, porque esas personas vienen en busca de ayuda, y en lugar de eso, se llevan un rebuzno. Un rebuzno inútil, porque no consigo hacerles entender que sus preguntas son inapropiadas, y no lo consigo porque me ha llevado bastante tiempo de reflexión darme cuenta de cual es el problema en realidad.

El problema en realidad es que realmente no quieren que responda a sus preguntas, sino únicamente, que confirme sus creencias. Necesitan que les diga que si soy feliz y tengo ganas de vivir es porque me he operado, ya que así podrán mantener la esperanza de que las operaciones les harán felices a ellos también.

En las noticias sobre la sentencia del Tribunal Supremo que condenan a la Xunta de Galicia a pagar la operación de Charlotte Goiar, se acompañan algunas declaraciones de ella. «No he sido feliz un sólo día de mi vida». Ella sueña con nacer de nuevo en la cuarta década de su vida “y encontrar alguien que me dé trabajo, y un hombre que me quiera”. Y espera que todo eso ocurrirá cuando se opere. Esa es la promesa de la medicina: si completas el «proceso transexualizador» nacerás de nuevo y en esta segunda vida todo será de color de rosa (porque, al parecer, las personas que no son transexuales no tienen problemas). Cuando Charlotte ya no tenga un pene, se obrará una magia que hará que de repente los empresarios le ofrezcan ese trabajo que antes se le negaba por la presencia en su cuerpo de un órgano genital cuya existencia en realidad los empleadores desconocían.

Esa magia es la que se espera que yo encarne. Es necesario que la causa de mi felicidad sea la acción médica sobre mi cuerpo y mi mente, porque así, las personas que no me conocen de antes, pueden cerrar los ojos y dejarse llevar a través del proceso infalible, como adormecidos en una balsa sobre un río caudaloso, para que cuando por fin despierten, todo haya acabado y puedan ser felices también. Yo estoy bien, luego el proceso funciona.

Y si las personas cisexuales no pueden entender que yo no soy feliz a pesar de ser trans, sino precisamente a causa de ser trans, estas personas trans tan necesitadas de esperanza no pueden enteder que yo no soy feliz a causa de los protocolos y procesos médicos, sino a pesar de ellos. En realidad, ni siquiera se lo plantean. Por eso me preguntan por las hormonas, por las cirugías, y por nada más, porque creen que ahí está la receta del éxito.

Es más fácil pensar eso, que comprender que mi lucha ha sido, la mayor parte del tiempo, contra el proceso médico que ha pretendido encajonar y medir mi identidad como requisito previo a que los cancerberos me permitiesen atravesar las puertas de acceso a los servicios médicos a los que debería haber podido acceder en plano de igualdad con el resto de la población. Nadie me ha regalado nada. Cada gramo de la felicidad que tengo me lo he ganado yo. No me ha venido dado por ningún proceso médico, sino que me he tenido que esforzar primero en asumir quien no soy, luego en aprender quien soy, después en aceptar quien soy, en hacer que los demás lo aceptaran, y a no sentir culpabilidad por nada de ello, ni a sentirme inferior a nadie, ni a permitir que otros me hicieran sentir inferior. Esa lucha todavía hoy continúa.

Y, sí, la posibilidad de modificar mi cuerpo, hace que mi vida sea más feliz, que pueda mantener mi identidad de género con mayor facilidad, especialmente porque cuando me miro al espejo no tengo que pelearme conmigo mismo para comprender por qué yo soy y no soy la persona que se refleja, y porque cuando me desvisto no tengo que repetirme que el tener o no tener pechos no me hace más o menos hombre. Sin embargo, estos cinco años no han sido una pausa hasta «terminar el proceso». Después de la primera sesión con la psicóloga en la UTIG decidí que no iba a permitir que la medicina regulase mis tiempos, y he sido capaz de mantener esa decisión.

Por eso me molesta que se me quiera convertir en la encarnación del éxito del proceso médico. Porque el proceso médico no sólo no me ha regalado nada, sino que me ha quitado mucho (sobre todo, mucha dignidad y autonomía), y porque me jode que ahora el mérito de mi esfuerzo se le atribuya al proceso médico.

Me jode muchísimo que me preguntes cuanto tiempo llevo hormonándome, cuando me salió el primer pelo en la barba, y cuantos gallos tiré el tercer mes. Me jode todavía más que primero  me digas que «hay muy poca información» y luego me pidas fotos de mi torso mutilado cuando escribiendo «mastectomía FtM» o «mastectomía transexualidad», Google coloca este blog en segunda y en cuarta posición respectivamente. Me molesta muchísimo si lloras «ay, ojalá yo pudiera» y en tu país estas operaciones están cubiertas por los servicios públicos sanitarios, como si las pérdidas que tú puedes sufrir fuesen de mayor importancia que las que tuve yo. No soporto que creas que la receta del éxito es la misma que la de la testosterona, y que el volante para la felicidad te lo hace el médico cuando decide que estás preparado para pasar por cirugía. Lo que menos soporto de todo es cuando, al ver que nada de esto funciona, te sientes engañado y maldices a la sociedad que te discrimina y te niega la felicidad.

No hay recetas para la felicidad. La felicidad no es una cosa fácil de conseguir (y si no, podéis preguntárselo a mi amiga Mello, que precisamente hace poco escribía sobre lo mismo). Me jugué todo lo que tenía y lo perdí, con la excepción de a mis amigos, que siempre estuvieron a mi lado. He vivido el momento pavoroso y terrible en que te das cuenta de que ya no puedes estar peor, y he conseguido encontrar fuerzas para levantarme casi todas las mañanas, con hormonas o sin ellas. He probado suerte repetidamente en el amor y cuando no ha salido bien no le he echado la culpa al destino. Me he obligado a trabajar, a estudiar, a escribir y a ayudar hasta superar mi límite por mucho… varias veces. Me he obligado a viajar para ver a mis amigos, cuando me sentía tan desgastado que lo único que quería era dormir. Así es como he conseguido ser feliz. Pregúntame por eso, y no pretendas convertirme en el paradigma del triunfo del paradigma médico, porque te voy a decepcionar. Por favor, sobre todo no me preguntes cuanto me mide el clítoris, porque la respuesta no te va a gustar.