Ayer fue el día de reyes. Mis padres vinieron en la víspera, para ir a ver la cabalgata. Ahora mismo no tenemos niños en la familia (desde hace muchos años, y creo que todavía faltan muchos años también para que lleguemos a tenerlos, si los tenemos alguna vez), pero nos gusta ver la cabalgata igual. Ponemos los zapatos en el balcón, y no abrimos los regalos hasta el día siguiente. El día 6 comemos juntos, como en navidad o año nuevo. Luego, mi madre hace desaparecer con extraordinaria eficacia todos los adornos navideños de la casa, porque le da pena verlos cuando se acaba la navidad. Mañana yo haré lo mismo en la tienda, donde me esperan dos meses duros de no vender nada y pasar algo de frío.

A las seis y media de la tarde, mis padres se volvieron a la casa donde viven ahora. Se despidieron de mí, y me quedé trabajando frente al ordenador (para no variar, claro). Entonces, escuché que mi padre se despedía del perro, más o menos así:

– Nosotros nos vamos, pero tú te tienes que quedar. Pero te quedas con Pablito, que también te atenderá muy bien.

Entonces, fue cuando me di cuenta de que, de verdad, era el día de Reyes. Una sola palabra, era quizá el mejor regalo que podía pedir, y por fin, después de tantos años esperando, me lo han traido. No es sólo que mi padre haya empezado a llamarme Pablo (no siempre lo consigue, pero se nota que se esfuerza mucho en ello, y, sobre todo, ya no me llama Elena, ni me trata en femenino tan tranquilamente, como si nada…), sino que lo hace cuando no estoy yo delante, ni tiene ninguna importancia.

Y es que a la hora de aceptar el género de las personas trans, hay tres fases: la de no aceptación, la de «aceptamos pulpo» (como animal de compañía), y la de aceptación de verdad. «Aceptamos pulpo» es cuando la gente te trata de una forma cuando estás delante, y de otra forma distinta cuando no estás. Cuando estás delante, eres él, y cuando no, eres ella otra vez. A mí con eso ya me llega (no pido mucho), pero me hace muy feliz cuando me doy cuenta de que la gente a mi alrededor va pasando a la fase de aceptación de verdad, quizá porque no soy un pulpo.

Otras navidades, fue del revés. Escuchaba desde mi habitación como mi abuela, al hablar con mis padres, me llamaba Elena y me trababa en femenino, porque no quería disgustarlos a ellos. He maldecido muchas veces tener el oído tan fino que escucho muchas cosas que la mayoría de la gente no puede escuchar (no veo un pimiento, pero escucho la mar de bien).

Mi madre, además, se ha pasado decididamente a tratarme en masculino. Antes tenía dudas, o iba alternando (para mí, ya era mucho, se que le cuesta un gran trabajo). Así que puedo decir que, por fin, mis padres me apoyan. Poder decir eso, es mucho decir.