Ayer pasé por delante de un escaparate de Zara, donde vi dos chaquetones preciosos. Estaban hachos en piel o similar, de color negro, y forrados por dentro en lana gris oscura. De corte moderno y elegante, realmente muy bonitos.

Me paré a mirar el precio. 399€. En ese momento se me ocurrieron varias cosas de golpe.

¡400€! ¿Y luego se quejan de que no venden? ¿Pero como van a vender a ese precio? ¿Quién tiene 400€ para gastar? ¡Pero si a mí me cuesta trabajo vender los blister de 8 tornillos a 0,50€!

¿Y no se supone que la ropa de Zara es barata? Mis amigas más pijillas, cuando se refieren a la ropa de Zara lo hacen con un poco de desprecio. “Esto me lo compré en Zara”, y me enseñan la etiqueta torciendo el gesto, como disculpándose por comprar en tiendas de baja estofa.

¿Y no había tenido que despedir Zara a varios trabajadores? ¿O no? Creo recordar que Inditex era de las empresas que más beneficios obtenían en España antes de la crisis, pero ahora… Vaya, no estoy seguro.

Desde luego, los chaquetones son muy bonitos, pero no valen 400€ ni de coña. A lo mejor son de piel aunténtica, pero ni por esas, vamos. ¡Si con 400€ se supone que puede vivir una familia! Bueno, 426€.

En estas elucubraciones iba yo, cuando recordé que hace poco más de dos años, no sólo no habría podido comprar el dichoso chaquetón. ¡Ni siquiera habría podido plantearme comprarlo!

Seguramente me habría imaginado una realidad paralela en la que pudiese irme a una ciudad en la que nadie e conociese, y llevar en mi maleta esa prenda. Soñaría con deshacer la maleta al anochecer y salir yo solo (sola) a la calle, vestido con aquella ropa que en realidad no podía plantearme tener de verdad.

Habría sido consciente de que ni aún en un lugar donde nadie me conociera me atrevería a vestir ropa de hombre. Y también de que no me gusta salir solo (sola) por las noches. Entre ponerme la ropa de deseaba y tener compañía (sobretodo la compañía de la gente que quiero) elegía lo segundo.

Por eso guardaba mi fantasía con cuidad en una cajita que escondía en un rincón de mi mente, donde no pudiese hacerme daño. Pero tampoco demasiado lejos.

Es raro. Como si antes ese objeto y yo conviviésemos en distintos planos de la misma realidad y fuese inalcanzable. Incluso con sólo pensar en comprarlo para mí, ya estaba transgrediendo las normas y saltándome prohibiciones atávicas y graves tabúes.

El resultado es el mismo. Ni antes ni ahora lo puedo tener, pero de algún modo, parece que el poder desear algo me hace consciente de que también puedo elegir rechazarlo. O quizá es que quién ha estado encerrado mucho tiempo se conforma simplemente con ser libre y no necesita mucho más.

Vaya usted a saber, aunque en realidad me da igual. A estas alturas, el chaquetón ya no me importa nada. ¿Para qué iba yo a querer una cosa tan cara?