Salí a las tres y media de mi casa. La dueña de casa había preparado una estupenda fritada para despedirme, y había invitado también a su hija, a sus nietas, y hasta estaba su bisnieto, menor de un año. Cuando me despedí, a ella se le humedecieron los ojos y a mí también. Coger cariño a los ecuatorianos, a Ecuador en general, es fácil, demasiado fácil. La noche de antes ya me había despedido, también con mucho esfuerzo, de l@s compañer@s del PT.

Cuando el avión despegó, me despedí de las montañas, las impresionantes moles de los Andes, que empequeñecen a las montañitas bajas que tenemos aquí en España. ¿Sierra Nevada? Sierra Nevada es un chiste al lado de lo que tienen allí.

Los atardeceres y los amaneceres, vistos desde un avión, suelen ser espectaculares. Esta vez, no fue diferente. Cuando el avión despegó, me asomé a la ventanilla y desde allí no conseguí divisar mi casa, pero sí los edificios de la 6 de diciembre y Río Coca. Cuando vi el estadio Rumiñauhi desde arriba me imaginé que bajo mis pies debían haber muchas personas paseando, jugando al futbol, o haciendo ejercicio, en el Parque de la Carolina, desde donde yo había visto pasar tantos aviones a una altura que parecia que podías cogerlos con las manos. Después empezamos a rebasar los picos de las montañas. Desde mi ventanilla no se veían los Pichinchas, pero sí uno de los nevados, no sé cual, rompiendo la capa de nubes. Seguimos subiendo, y apareció otra capa de nuves más, que también sobrevolamos. Por encima ya no había nada, tan sólo el cielo que mostraba una fascinante gama de rosas, violetas y azules. Unos minutos más tarde, vimos otro de los nevados, que llegaba tan arriba que rompía esa última capa de nubes y se alzaba desafiante sobre ellas, como diciendo «a ver quién se atreve a llegar hasta aqui». Tampoco sé que nevado era, pero imagino que debía tratarse del Tungurahua.

Después, aterrizaje en Guayaquil, salimos del avión, una hora de espera para la siguiente conexión. Yo tenía la esperanza de que el avión que tomaríamos a continuación sería mejor que el que nos había llevado a Guayaquil, con asientos estrechos, sin mucha distancia con la fila delantera, muy duros, y que casi no se echaban hacia atrás.

Volava con aviones de Iberia. Cuando embarqué, una azafata me preguntó si sabía mi número de asiento, y yo le mostré el billete, donde ponía «15A».

– Quince – dijo la chica – es por allí.

Yo, que hacía por lo menos dos meses que no escuchaba el sonido de la letra «c» excepto en mis labios, me sorprendí un poco y luego sonreí para mis adentros. Era un español, en un vuelo español, tripulado por españoles. Entonces me puse un poco triste, porque, de algún modo, sabia que ya no estaba en Ecuador, aunque aún no hubiésemos despegado.

El vuelo hasta Madrid fue terrible. Si podéis evitarlo, nunca, nunca, viajéis con Iberia. Un asiento en clase bussiness de Iberia es peor que un asiento en clase turista de Avianca (Avianca es colombiana). Yo cabía justo, pero a mi lado iba un inglés/armario empotrado que no cabía en el suyo… y claro, iba medio echado en el mío. Así durante 10 horas. Cuando aterrizamos mi columna vertebral era un amasijo de huesos retorcidos que no había forma de enderezar. Pensé que ya nunca más podría ponerme en pie.

Encima, Avianca te deja llevar dos maletas de 20kg, mientras que Iberia te permite sólo una.

Llegamos a Madrid y era medio dia, aunque en mi mente era por la mañana. El desfase horario me había robado 7 horas, y yo no sabía si decir «buenos días» o «buenas tardes» a la policía que me pidió el pasaporte. Ella cogió mi documentación con una sonrisa, anotó unos datos, no puso cara rara y me dio la bienvenida. Después, en el metro de Madrid, recibí mi primer «rebuzno», por parte de una chica a la que estorbaba con el equipaje. Podría haberse ofrecido a ayudarme a apartarlo, pero no, prefirió rebuznar «yo también quiero salir, si me dejas, claro». Entonces supe que estaba de verdad en casa.

Madrid era un horno. 36º de puro verano madrileño, que se dejaban sentir, atenuados, en los pasillos del metro y en la estación de autobuses. En la estación de autobuses compré un chip de movil a una vendedora Ecuatoriana, que me dijo que era de Loja. Después combatí con un camarero ecuatoriano por conseguir un plato combinado, pero este no se de donde era, porque era un gilipollas. Probablemente se había criado en Madrid, ya que era bastante joven. En el rodilla otra camarera ecuatoriana me puso una tarta de manzana y un café. De repente la sensación de estar en España había desaparecido y volvía a sentirme de nuevo en un centro comercial de Quito.

Autobús Madrid – Granada… Muchísimo más cómodo que el avión, y además, viajaba solo. Las carreteras españolas son maravillosas. Sin curvas, sin baches… el autobús, más que rodar sobre ellas, parece que flota. Me dormí como un bendito, y cuando no dormía, miraba el paisaje. Las llanuras manchegas, el paso de despeñaperros, con sus curvas abiertas, rodeado que pequeñas colinas, las sierras andaluzas con sus montañitas bajas. La tierra marrón, quemada por el sol, y los campos de cultivo extendiéndose hasta donde llega la vista. En España la Pachamama fue domada hace siglos por el hombre, y es que aquí la naturaleza no es una madre generosa de cuyos pechos mana leche y miel, sino una anciana endurecida por el paso del tiempo y sus inclemencias, que en invierno se hiela, en primavera y otoño se inunda, y en verano se quema. En Ecuador dejas caer una semilla al suelo y muy pronto tienes un árbol, en España a la tierra se le extrae el fruto a base de mucho sudor y cansancio. ¡Ecuador, que joven eres!

En Granada me espera mi amigo, que me va a dejar pasar la noche en su casa. Como ya no podía con mi alma, y mucho menos con las dos maletas de 20kg y el equipaje «de mano», nos permitimos el lujo de coger un taxi, que nos sopló más de 8 euros. En Ecuador habria costado 2$, porque era de noche y llevábamos maletas, pero claro, ahora estamos en España, y aquí un taxi es de lujo.

Hacía un calor horroroso. Aunque eran ya las 11 de la noche, los termometros marcaban 33º. Yo me quería morir, pero no lo hice. En lugar de eso, mantuve despierto a mi amigo, que tenía cara de mucho sueño, hasta las 3 de la mañana, contándole historias de Ecuador y preguntándole por sus propias historias en España. Cuando nos fuimos a la cama, yo no me dormí. Estaba demasiado cansado, y aún era temprano: en Ecuador, las 22:00.

A la mañana siguiente pude ver brevemente a otra amiga de Granada, pero luego ella se tuvo que ir, y yo también. Me quedé con ganas de más, pero lo importante, que era darnos un fuerte abrazo, lo habíamos hecho. Yo necesitaba ese abrazo desde hacía mucho, pero sobretodo después del último mes de soledad que había vivido en Ecuador. Este último mes fue muy duro para mí, y tan sólo tenía la compañía virtual de mis amigos de este lado del charco, y de algunas, muy pocas, personas en Ecuador. Necesitaba poder ver y tocar por fin a quien tanto me había ayudado desde aquí, aunque sólo fuesen unos minutos… (me dio mucha pena no poder hacer lo mismo con mi amiga de Madrid).

Finalmente, la última etapa del viaje, la casa de mis padres.

– Hija, me alegro de verte – me saludó mi madre. Unos minutos después se fue a buscar el coche para ayudarme a llevar el equipaje, y mientras las esperaba no pude evitar pensar… Tanto tiempo fuera, primero en Granada y luego en Ecuador, tantos kilómetros recorridos, tantas cosas oidas, vistas y aprendidas… He estado en tantos sitios donde nunca imaginé estar, y he conocido cosas que ni siquiera soñaba con que existían… para al final volver y ser de nuevo una mujer.

Aquí se acaba el relato de este viaje, pero el final no es triste, porque en los días siguientes me he dado cuenta de que la persona que ha regresado no es la misma que se marchó. He desarrollado una suerte de imunidad a las cosas que antes me hacían daño, y las reglas, normas, y medidas de presión ya no funcionan conmigo. Es que en Ecuador cada uno sabe lo que tiene que hacer y no necesita que venga otro a explicárselo. Algo de eso se me debe haber pegado, porque ahora, no sólo me la repanpinfla todo, sino que hasta me da mucha risa cuando me dicen «Elena», o me presentan como «hija», «sobrina» o «prima», y yo, con la voz grave y algo de barba, saludo y doy dos besos que pinchan. Y la otra persona se queda pensando «¿sobrina? pues tiene una pinta de tío que…». Seguro que más de uno piensa que soy una chica trans, y que mi familia es de lo más tolerante del mundo.

Ecuador me ha desarmado y me ha vuelto a armar, pero con un relajo de piezas que no se parece mucho al modelo original.