Hace unos días me tocó pedir la prórroga de la visa para poder quedarme en Ecuador un poco más de tiempo (por diversos motivos, no voy a quedarme mucho más tiempo en el país), lo que supone, como mínimo ir tres veces a extranjería, aunque yo tuve que ir seis. Ya explicaré el intrincado proceso, que tiene tela.

La cuestión es que allí estaba yo, con mi carpeta (me hicieron llevar los documentos en una carpetita, perforados y anillados) llena de papeles en los que venía mi nombre legal, incluyendo la fotocopia del pasaporte, y el pasaporte original. El funcionario de la ventanilla los revisó, para comprobar que todo estuviese en orden.

Primero miró las hojas de solicitud. Luego miró la fotocopia del pasaporte y cotejó que el nombre y apellidos fuesen los mismos. Después miró el original y cotejó que la fotocopia fuese fiel. Hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza, como pensando para si mismo «todo concuerda», y me pidió que me sentase de nuevo en la sala de espera, que ahora me llamarían para darme un documento justificativo.

No puso cara de sorpresa, no hizo preguntas, no paseó su mirada del pasaporte a mi cara y de mi cara al pasaporte… Nada. Incluso siguió tratándome de «señor» sin liarse ni trabarse, como la cosa más normal. Yo, que estaba esperando algún tipo de reacción, aluciné en colores.

Así que me senté en la sala de espera. Normalmente, cuando llaman a la gente para recoger los documentos, un funcionario (distinto del que previamente me había atendido) lo hace diciendo en voz alta el pais de ciudadanía y el nombre de la persona. Por ejemplo «ciudadana coreana, Fulanita de Copas», o «ciudadano senegalés, Menganito de Bastos». A mi me llamaron «ciudadano español, señor Vergara». Cuando fui a recoger el documento me estaba preguntando a ver si en vez de azucar al te le había echado algún producto raro y en realidad estaba flipando. Probablemente en los próximos minutos vería un dragón de colores entrando por la ventana.

Pero no, no vi ningún dragón, y el buen trato, o trato normalizado, continuó en las siguientes ocasiones que fui a extranjería, en las que, por cierto, no me atendió dos veces la misma persona. Traté con cinco funcionarios distintos, y a todos ellos mi documentación les parecía totalmente normal.

He hablado de esto con mis amigos y tenemos principalmente dos teorías. O bien que tengo un aspecto ya tan masculino que no deja duda (y como aquí la gente se pone unos nombres bastante extraños, ya están curados de espanto), o bien que los funcionarios estaban preparados para atender correctamente a una persona transexual. Yo me inclino por la segunda opción. Normalmente las reacciones de sorpresa se la gente no vienen de un rechazo hacia las personas trans, sino de una genuina sorpresa cuando nos encuentran. No saben qué somos ni como tratarnos, porque nunca antes han conocida a nadie transexual, ni nadie les ha explicado qué hacer. En este caso me dio la sensación de que todos sabían que yo era un hombre transexual, y que lo que correspondía era tratarme en masculino.

Sin embargo, la naturalidad de todo el mundo va más allá de lo que se podría conseguir con una formación o capacitación teórica, realizada en unas pocas horas. Mi apuesta es que en esa oficina hay una persona transexual trabajando, que además es «visible» (es decir, que no oculta el hecho de ser transexual), y que ha conseguido ser aceptada como un* más dentro del sexo elegido.

La pena es que me voy a quedar sin saber si esto es o no es cierto, pero en la parte positiva me quedo con que, sea como sea, me han tratado de manera intachable, al menos en el sentido del género (en otros sentidos sí que tengo algunas observaciones, pero eso quedará para la próxima entrada).