El problema de escribir sobre uno mismo en un blog es que a veces es inevitable arrancar trozos de la intimidad de otras personas. Cuanto más cercanas, más posibilidades de que esto ocurra. En ese sentido, soy una persona peligrosa. Es mejor mantenerse a una sana distancia de mí.

Todo esto viene porque tengo que decir que se me ha pedido que me vaya de donde estaba viviendo. Hace ya unos días que esto ocurrió, y desde entonces escribo unos posts la mar de descafeinados, y, sobretodo, me siento mal conmigo mismo por no poner por escrito aquí, que es mi memoria, una cosa que es muy importante para mí.

Sin embargo, no voy a dar detalles. La cultura ecuatoriana es muy celosa de la intimidad, lo que me parece totalmente lógico y respetable. Tampoco voy a decir que hemos acabado en buenos términos, porque no hemos acabado. Sigo con ellos, sólo que ya no vivo en la misma casa. Me alegro mucho de seguir con ellos.

De lo que sí voy a hablar es del otro Quito que estoy descubriendo estos días. Aunque me gusta estar solo (creo que ya conté que, cuando vivía en Granada podía pasar tranquilamente varios días sin decir una sola palabra porque no tenía con quién hablar, y sólo me daba cuenta cuando por fin le dirigía la palabra a alguien), tampoco me gusta tanto como para quedarme encerrado hasta que me salga moho en las orejas. Y aunque estoy un poco triste, quedarse en un cuarto oscuro llorando no arregla nada. Si acaso, lo empeora todo.

Lo primero es reconocer que, como me dijo una amiga, Quito es una ciudad que se deja conocer. También es verdad que en estos dos meses y medio he aprendido a medio orientarme en esta ciudad que al principio me resultaba tan confusa, y cuya estructura no termino de entender del todo. Y he aprendido a moverme en autobus, lo que no es nada fácil. Pero salvando esos dos escollos, Quito es una ciudad que me resulta agradable y acogedora, o por lo menos, la parte del centro-norte, que es la que conozco. A pesar de ser enorme, y de ser la capital de un país, me da la sensación de que está construida a escala humana, a diferencia de Madrid o Barcelona, donde siempre me parece que son ciudades que no se han hecho para que las personas vivan en ellas. Tampoco me da la sensación de que sea una ciudad que te quiere absorver el alma, una ciudad depredadora. Al contrario, es como si las calles te invitasen a caminar en ellas y descubrir los tesoros que guardan. Como el delicioso pan de yuca con yogurth, o ese chico que vende cevichochos, la señora que vende chancho y ensalada en el parque de la Carolina, o las imponentes iglesias que a veces uno se tropieza en el barrio más inesperado.

Reconozco que hay partes que no he visitado, y a las que no voy a ir, pero todas las grandes ciudades tienen ese tipo de barrios. Tampoco me parece prudente salir a la calle yo solo de noche. A partir de cierta hora, Quito deja de ser la ciudad acogedora y se convierte en una ciudad agresiva. Algunos barrios tienen guardias privados que vigilan las calles, y a veces los oigo pitar o dar voces desde mi habitación. Probablemente sólo están espantando a un joven que creyó que la esquina era un buen lugar para orinar, pero aún así…

La seguridad es una de las cosas que más echo de menos de España. Ya se que allí también hay criminalidad y siempre existe el peligro de que te atraquen en el momento menos pensado (yo me he asustado varias veces), y desde luego Quito no es una jungla en la que en cualquier momento te pueden apuñalar… pero es distinto. No lo sé explicar mejor.

Empiezo a sentir, en esta ciudad, o por esta ciudad, una cierta sensación de amor, como la que me produce Granada. También me enamoré de Praga, y de Barcelona. Tal vez tengo un corazón voluble, que se encapricha de las ciudades de un día para otro, o tal vez sea que Quito tiene en verdad algo especial que se esconde entre los rincones de sus largas y a veces incomprensibles avenidas, en los contrastes entre los edificios ultramodernos y las aceras sin baldosas, de los hombres con traje y corbata que pasan al lado de los indígenas que viven en los márgenes de las calles, de los grandes parques verdes rodeados de calles llenas de tráfico, o de los colibrís despistados que liban en las flores del jardín de una casa adosada.