Dentro de tres días hará dos meses desde que llegué a Quito. Durante este tiempo he tenido la oportunidad, e incluso podría decir el privilegio, de vivir en la Casa Trans.

¿Qué es la Casa Trans? Se trata de una residencia en la que los activistas políticos del PT, así como colaboradores de provincias, transeuntes del mundo, visitantes, amigos, etc… nos alojamos de manera más o menos temporal. O, bueno, esta sería la explicación que le daría a quién quisiese saber qué es la Casa Trans. Sin embargo, para mí, la Casa Trans no es eso.

En realidad la Casa Trans es un crisol de experiencias, un lugar donde personas muy diferentes nos encontramos y tenemos que convivir, aprender, soportarnos, pelearnos, reflexionar, divertirnos, celebrar, trabajar en grupo, coordinarnos… En la actualidad en la Casa Trans vivimos entre 5 – 7 personas (el número fluctúa ligeramente según las idas y venidas de los residentes). La mayoría somos trans, pero no todos. La mayoría nos identificamos como hombres (o hembros) pero no todos. La mayoría son heterosexuales, pero no todos. La mayoría tenemos más de 25 años, pero no todos. La mayoría no tenemos hijos, pero hay quien sí tiene. La mayoría son ecuatorianos, pero no todos. La mayoría sabemos escribir, pero no todos. La mayoría no tienen estudios universitarios, pero no todos. A la mayoría le gusta escuchar música tropical a todo volumen, pero no a todos. Al final sólo hay una cosa que nos une: todos comemos arroz.

Si alguien ha compartido piso alguna vez, sabrá que la convivencia es difícil, pues cada uno es de su padre y de su madre, tiene sus manías, tiene sus defectos, tiene sus puntos débiles y tiene sus resistencias. Pero normalmente la gente que comparte piso suele tener cosas en común como la nacionalidad, o estar todos estudiando. Nosotros, en principio, no tenemos prácticamente nada en común excepto lo que ya he dicho de comer arroz, que no es gran cosa. Así que no hace falta pensar mucho para darse cuenta de que la convivencia en la Casa Trans puede ser la hecatombe.

En efecto, a menudo discutimos, la mayor parte de las veces por tonterías, y otras veces por cosas importantes. En los dos meses que he estado aquí he visto a personas dejar de hablarse para siempre… pero luego las he visto abrazarse y compartir cosas muy íntimas unos días más tarde. He gritado a mis compañeros y luego me he quedado muy preocupado porque me han contado algún problema en el que no podía ayudarles.

Otras veces nos hemos sentado y hemos hablado de cosas que para ellos son cotidianas y para mí increibles, o bicebersa. Hemos llegado a conclusiones que solos no se nos habrían ocurrido, hemos visto que además de nuestra propia realidad existen muchas otras realidades y formas de hacer las cosas. Hemos aprendido a tener paciencia. Hemos aprendido a desconfiar un poquito los unos de los otros. Hemos aprendido a ayudar a los demás cuando lo han necesitado. Hemos recibido críticas, hemos hecho críticas.

Esto es interculturalidad en estado puro. Muchas veces oí hablar de la interculturalidad, del intercambio y el aprendizaje entre personas de diferentes procedencias, de lo enriquecedor que es y de lo que te ayuda a crecer por dentro. Sin embargo muchas veces a la gente se le olvida mencionar las partes feas. Practicar la interculturalidad es difícil, es duro, puede llegar a ser desagradable, porque la heterogeneidad de un grupo no es sólo una oportunidad, sino que también es un reto. El reto consiste en entendernos, en soportarnos, en trabajar juntos sin matarnos, en ser capaces de ponernos en los zapatos del otro.

No es fácil, pero se puede hacer. Merece la pena probar, hacer el intento, aunque sólo sea de manera temporal. De hecho hace años que pienso que debería ser obligatorio para todo el mundo pasar al menos tres meses seguidos en un país extranjero, una vez en la vida. Eso les quitaría a muchos muchas tonterías de la cabeza.

Mi etapa como residente de la Casa Trans se acerca ya a su fin, pero no me arrepiento ni de un sólo minuto de los que he pasado aquí.