Hoy he vuelto a ir al gimnasio. Hace un mes que no iba, ya que las dos últimas semanas que pasé en España las dediqué a preparar el viaje y a hacer de anfitrión de un amigo que vino a visitarme. Después de llegar he necesitado otras dos semanas para empezar a aclimatarme, especialmente teniendo en cuenta que a causa de la altura, subir las escaleras de la casa ya era casi un reto. Así que, entre pitos y flautas, ya llevaba un mes sin hacer ejercicio y empezaba a notármelo en el cuerpo.

Cuando empecé a hormonarme, me prometí a mi mismo que sería disciplinado y haría ejercicio. También la endocrina me recomendó que fuese al gimnasio en tono que se parecía bastante a una orden. Además, me da vergüenza que, después de haberme sometido a una operación durísima para adelgazar, siga teniendo sobrepeso. No puedo quedare esperando que las modificaciones que he ido realizando sobre mi cuerpo por médicos y quirúrgicos surjan efecto como un milagro, sin hacer yo ningún esfuerzo. La medicina de hoy en día es muy buena, pero uno también tiene que poner de su parte para que el resultado sea óptimo.

Sin embargo, a pesar de todos estos argumentos, la razón de más peso que tengo para querer ir al gimnasio fue un consejo que me dio un amigo antes de empezar a hormonarme. Me dijo: “un hombre necesita hacer ejercicio”, cosa que es verdad, al menos para mí.

Imagino que esta no es una verdad universal. Conozco a un montón de hombres que no hacen nada de ejercicio, ni tienen un trabajo o hobby que les exija una actividad física fuerte, y son perfectamente felices (es más, en su opinión, más felices que si hiciesen ejercicio), pero yo, después de un mes sin deporte empezaba a sentirme mal… Como si estuviese “desaprovechado”, como si fuese una fruta echándose a perder en la nevera o algo así.

No es que me encante hacer deporte. O al menos antes no me gustaba. La sensación de cansarme no me resulta… resultaba especialmente agradable. Prefiero quedarme sentado cómodamente delante de mi ordenador, o leyendo un buen libro, o viendo una película y comiendo panchitos, que es lo más antideportivo que existe. Soy un vago. Pero al mismo tiempo, ahora cuando empiezo a hacer ejercicio comprendo el motivo por el que las ollas Express resoplan al quitarles la válvula.

A veces uno no se da cuenta de lo mucho que necesita algo hasta que lo recupera. No cuando lo pierde, sino cuando lo vuelve a tener. Eso es lo que me ha pasado a mí con el gimnasio.

El gimnasio al que voy está cerca de la Casa Trans. Cuesta 30$ mensuales, más 10$ de la inscripción, que se pagan de manera anual. Como la mayoría de cosas de aquí, no es mucho más barato que en España. En realidad, teniendo en cuenta los sueldos que la gente tiene aquí, ir al gimnasio es un lujo, un privilegio de clase. Todos los que he visto entrenando allí, eran blancos, ni siquiera mestizos, excepto la dueña del gimnasio, que sí es mestiza, y el monitor que había esta tarde, que es afro (negro, para que nos entendamos).

Es un local pequeño, y al entrar me siento como si hubiese cruzado un portal temporal. Este gimnasio podría ser cualquier gimnasio español de los años 70 o principios de los 80. No sabría decir cual es la diferencia entre las máquinas “de ahora” y las máquinas antiguas, si al final todas son juegos de pesas y poleas para hacer los mismos ejercicios. Quizá sea la estética, a lo mejor las de ahora se ven más aerodinámicas, los materiales son más ligeros, o más brillantes… Total, no tiene la menor importancia, porque de todos modos sirven para hacer ejercicio igual.

Las máquinas venerables dan al gimnasio un aire acogedor, como si volvieses a casa, pero lo mejor es la dueña, que se lo toma muy en serio. La primera vez que fui a preguntar el precio, me dijo que era un poco caro porque el trato era muy personalizado. Ahora he comprobado que es cierto. A diferencia de otros gimnasios, en los que los monitores se limitan a darte la rutina “standard” que le dan a todo el mundo, me parece que esta mujer se preocupa por diseñar un programa de ejercicios adecuado a cada cliente, y, además, está muy pendiente de que lo cumplas. ¡Hasta te pide que anotes la hora de entra y salida en el registro para comprobar que el monitor te proporciona suficiente tiempo de entrenamiento! Igualito que en mi gimnasio de Granada, chachipiruli de la muerte, pero en el que los monitores estaban tan ocupados que no podían hacerte ni puñetero caso.

Lo peor ha sido el retorno de los problemas con la altura. Después de dos semanas, ya pensé que me había acostumbrado, pero no es lo mismo andar por la calle que hacer ejercicio… En cuanto he empezado a moverme un poco, noté como se me disparaban las pulsaciones, y en un momento dado he llegado a contarme 200ppm… Uffff… Esto sigue siendo una especie de centro de alto rendimiento, así que tendré que tomármelo con calma.