Hace ya algunos años, solía ir a una peluquería de señoras que llevaba una conocida mía. La razón por la que iba era que, inicialmente, la dueña era amiga mía y, además, me cortaba el pelo muy bien. Luego ella se casó, parió un par de chiquillos, su hermana otros tantos, y perdimos el contacto. La peluquería empezó a llenarse de marujas aburridísimas, y la calidad del corte de pelo, y del trato, también disminuyó bastante, aunque a aquellas alturas no me importaba mucho como me dejaran, ya que, hicieran lo que hicieran, la imagen que me devolviese el espejo no me iba a gustar.

Por aquel entonces llevaba el pelo largo. A menudo soñaba con que me atrevía a cortármelo, pero me daba cierto miedo que «se me viese el plumero». También tenía ganas de comprarme una camisa de leñador, y no lo hacía por el mismo motivo. Podría escribir una entrada entera (o dos, o tres…) hablando de estas cosas, pero será otro día.

La cuestión era que ir a la peluquería suponía para mi la inmersión en un mundo diferente al que frecuentaba. Entraba en el universo de las mujeres casadas, con hijos, que hablan de «cosas de mujeres» y están perfectamente adaptadas a su papel, y hacen todas las cosas que se supone que una mujer decente de una ciudad pequeña debe hacer. Escuchándolas me di cuenta de muchas cosas, entre ellas que no me apetecía para nada parir hijos. Embarazo y sobretodo parto eran los temas estrella de la peluquería. Mi madre opina que para algunas mujeres, hablar de sus partos es el equivalente a para algunos hombres hablar de la mili: un tema recurrente, aburridísimo, y que, por algún motivo, los protagonistas encuentran fascinante. No digo que no sea un momento importante en la vida de una persona, y probablemente, para una mujer, debe ser de los más trascendentales, con una gran carga emotiva… ¡¡¡Pero no hace falta estar hablando de ello constantemente, y con todo lujo de detalles respecto a dolor, duración y circunstancias sangrientas!!!

A lo que iba. En cierta ocasión, una madre comentaba muy divertida que su hija de 5 años le había dicho a su abuela:

– Los niños tienen pene, y las niñas tienen vagina.

>> Y mi madre se escandalizó un montón – seguía explicando aquella señora -, pero yo la tranquilicé diciéndole que la niña está en la guardería y simplemente le están enseñando que un hombre es un hombre, y una mujer es una mujer. A mi no me parece mal para nada que les enseñen estas cosas ya de pequeños, porque es algo muy importante.

Esas cosas no me ayudaban demasiado. Por una parte, hacía una reflexión muy normal. ¿Entonces qué soy yo? Tengo vagina, pero no soy una mujer. Me identifico más con los hombres, pero no tengo pene… Y, ante la abrumadora situación de refuerzo de las clientas de la peluquería, que estaban todas de acuerdo en que eso era muy importante que lo aprendiesen los niños, y que ojalá se lo hubiesen enseñado a ellas de pequeñas, hacía una segunda reflexión: «mejor que nadie se de cuenta de lo que estoy pensando, o como mínimo me linchan dialéctica y socialmente». Por suerte yo, en cierto modo, con mi pelo largo y mi pareja supuestamente heterosexual y estable, pertenecía también «al club», así que me sentía relativamente seguro. Sólo que mejor no me cortaba el pelo demasiado, por si acaso.

En otra ocasión pasó algo similar. Iba caminando al trabajo, aún no eran las 5 de la tarde, y no había casi nadie en la calle. Una señora mayor venía hacia mí llevando a una niña de la mano, supongo que era su nieta. También circulaba una furgoneta, conducida por un señor.

– ¿Ves? – dijo la abuela a su nieta, señalándome a mí -. Eso es una mujer, y eso – señaló entonces al conductor de la furgoneta – es un hombre.

Estuve a punto de girarme y decirle a la señora: «Lo siento, pero se equivoca conmigo», aunque al final no lo hice. Recuerdo muy vívidamente que me dió miedo que supiera quién soy y donde trabajaba (por suerte o por desgracia, hay muchísima gente en mi pueblo que me conoce… y eso que más que un pueblo es, en realidad, una ciudad de tamaño mediano), o que apareciese algún día a comprar algo en la tienda y yo no supiera con que cara mirarla.

Lo que deduje de todo esto, que es donde yo quería llegar, es que normalmente damos por cierto que la distinción entre lo que es un hombre y lo que es una mujer es muy clara. Mi abuela a veces dice: «si yo no hubiese parido uno, pensaría que los hombres son extraterrestres». Morfológicamente, por el caracter, por la forma de moverse, por los gustos… se supone que existen una serie de diferencias que saltan a la vista y, lo que es peor, que son naturales. Pero realmente no son naturales.

Desde muy pequeños, y al parecer, cada vez más, se nos enseña qué es un hombre y qué es una mujer, y que cosas le tienen que gustar a cada uno. Algunas cosas son muy sutiles, por ejemplo, hoy el cajero del supermercado alababa a un niño que había sido capaz de coger dos cepillos de dientes en la misma mano (aclaro que era una mano muy pequeña, y la cosa tenía cierto mérito, aunque era innecesaria) con un admirado «vaya, que tío más fuerte». Si hubiese sido una niña, seguramente habría sonreido ámpliamente y le habría dicho «vaya, que niña más apañada». Otras veces, como en los dos ejemplos que he contado antes, la enseñanza es claramente explícita. «Los hombres son tal, las mujeres son cual, y tú eres ‘x’ «.

Y si nos lo tienen que enseñar y reforzar tanto, debe ser que la distinción entre hombres y mujeres, ni es tan natural, ni es tan radical como quieren hacernos creer.