Son las 03:42 de la mañana, y hace 40 minutos que un camión de la basura está aparcado bajo mi balcón (pero justo debajo, si escupo, le cae encima) con el motor encendido. Así no hay quién estudie ni quien duerma. Gracias a Dios que existen los tapones para los oidos.

Paso todo el día rodeado de papeles. No sé que pasa con mis bolígrafos, que se acaban a una velocidad de vértigo. Más que escribir, parece que me esté bebiendo la tinta.

Al atardecer, salgo a caminar como el toro al que han soltado de los toriles. Empiezo a subir y subir a buen paso, quemando todos los nervios, la cafeina del red bull versión Mercadona que uso para espabilarme (no hay dios que se trague este temario a pelo), el miedo, la ansiedad, la adrenalina, los malos pensamientos…

Rodeo la ciudad por fuera, y desde donde estoy la veo entera, con los contrastes entre los barrios más antiguos y los más modernos, la catedral, que sobresale imponente, y el edificio de la Telefónica, que mal dolor le de al que lo construyó, destacando, larguirucho y feo, como la construcción más alta de Granada.

El edifico de la Telefónica, ya no pertenece a Telefónica. Cuando se construyó fue una revolución, ya que era un edificio «inteligente». Desde entonces la gente se refiere a él como «el listillo». Pero nadie se fijó en la manera más horrible en que rompe el perfil de la ciudad.

Cuando llego al mirador de San Cristobal ya voy algo cansado, y cuando empiezo a explorar las calles del Albaicin, consigo relajarme. Siempre que voy al Albaicin, me pierdo (de hecho el barrio se construyó de forma laberíntica a drede, para despistar a los romanos), aunque he aprendido que la mejor manera de salir es seguir a los turistas, que armados con mapas, consiguen llegar casi siempre a donde se lo proponen.

El mirador de San Nicolás es el punto álgido del paseo. No me canso de ver la Alhambra, debe ser por eso que voy allí todos los días, o, al menos, todos los días desde que el calor del verano ha remitido y puedo subir la cuesta sin riesgo a morir.

Y luego, más atravesar el Albaicín, mirando las casas, las calles, la gente… Cada vez encuentro una puerta, un rincón, una pared o una perspectiva que me había pasado desapercibida anteriormente.

Finalmente, la Calle Elvira, por donde iba la antigua muralla. Llena de hippis y de moros. Hoy dos chavales iban por la calle rezando mientras caminaban. En la zona de las teterías (lugar donde mayor concentración de musulmanes hay de toda Granada) hay un ambiente festivo, ya que están en Ramadam. Los que pueden cierran sus negocios por un rato y se marchan a celebrarlo comiendo con la familia o los amigos que han hecho aquí, en el exilio. Aunque a nosotros nos parezca incomprensible, para ellos el Ramadam es como para nosotros la Navidad, y hasta los no creyentes lo respetan y lo celebran. Aunque se pasan todo el día sin comer, ni beber, ni fumar, ni lavarse los dientes, pues nada debe entrar por la boca durante el Ramadam, se les ve contentos.

Paso frente a las tiendas de ropa hippi y de recuerdos que combinan la taracea con otros objetos de sabor marroquí, que no desentonan, puesto que el Albaicín era originalmente barrio árabe, y todavía se nota. Para los turistas es, más bien, el sabor de la Granada nazarí de la Alhambra y las calles estrechas. ¿Que más da? La mayoría de las cosas son bonitas y exoticas. Yo mismo compraría algo si tuviera dinero, porque, encima, no es una zona de «desplumar a los turistas» sino de «hippis sin dinero, la mayoría de ellos matriculados en la universidad». La zona de desplume está en otra parte.

Cuando llego a casa ya estoy dispuesto a volver a la dura realidad de leyes de todas clases y colores, algunas vacías de contenido y llenas de letras, otras llenas de contenido y vacías de letras (esas son las más fáciles de estudiar), la mayoría hechas para que no las cumplan ni siquiera los que las escribieron.

Mucha gente no entiende lo que es enamorarse de una ciudad. Es una pena. Porque, además, cuando amas a una ciudad de esta manera, no te importan sus defectillos, como que se convierta en un infierno tórrido en verano, te hieles en invierno, o los camiones de la basura no comprendan que, si van a aparcar en alguna parte, molestan menos si tienen el motor apagado.

Son las 4:10 y el camión sigue exactamente en el mismo sitio que hace una hora aproximadamente, haciendo exactamente el mismo ruido (lo escucho a través de la ventana cerrada y los tapones en los oidos). Pero creo que ya tengo suficiente sueño como para dormir a pesar de todo. Mañana, más.