El día 24 de julio hizo un año desde que empecé a escribir en este blog.

Lo primero que se me viene a la cabeza al leer las entradas antiguas es: ¿cómo me las he arreglado para sobrevivir a todo esto? No soy fuerte, no soy valiente, no me gusta luchar. A mi lo que me gustaba era quedarme en casa los sábados por la noche viendo películas en casa con mi pareja, y hacer planes sobre como íbamos a poner la casa. Me gustaba estar con mi familia y sentir que me querían. También me habría gustado poder ser yo mismo con ellos.

Necesité 29 años para reunir fuerzas y valor suficiente. Hice bien en esperar, creo que empecé las cosas en el momento adecuado. Antes no habría podido, quizá me hubiese roto en el camino. No sé si ahora en realidad ya me he roto por alguna parte y no me he dado cuenta. La ventaja es que en mi familia (al menos por parte de padre) todos estamos un poquito «tocados del ala», así que tampoco es que haya demasiada diferencia.

Durante este año, creo que han habido tres momentos importantes. En julio, cuando el cable rojo y el azul se cruzaron y, simplemente, supe que ya no aguantaba más. Cuando empecé a prever que gran parte de lo que había construido se derribaría y me moría de miedo al pensar qué quedaría.

El momento en el que tu identidad comienza a desmoronarse es aterrador. Cuando te preguntas quien soy y ni siquiera tienes un nombre al que agarrarte. Luego encuentras al fin tu nombre, y a ello te agarras como un náufrago a una tabla. Decir que soy Pablo es lo mejor que he podido decir de mí. Si otros me dicen que soy Pablo, es como ver amanecer. Un año después, aún no me he cansado de ello, y me sigue haciendo muy feliz.

Lo peor fue cuando se acabó mi relación de pareja y hablé con mis padres, en septiembre. Fue el momento más duro, y aún no ha tenido ninguna parte buena. Con el paso del tiempo, las cosas se han estabilizado, y conservo la amistad con el chico con el que salía. Mis padres ya no me insultan y me tratan con afecto. Pero no es lo que necesito. Me sabe a poco, y lo único que puedo hacer es aguantar y no enfadarme. Alegrarme de que, al menos, las cosas no son tan terribles como podrían haber llegado a ser.

En enero descubrí que había empezado a mejorar. O sea que ya había tocado fondo y lograba salir a la superficie. Mi estado de ánimo empezó a mejorar al mismo tiempo que construía cosas. Nuevos amigos, nuevos objetivos, y, sobretodo, descubrir que si digo a los desconocidos que soy un hombre, se lo creen. Claro… si es la verdad. Es más ¿qué motivos iba a tener para mentir?

Visto desde aquí, está mereciendo la pena. Aún no he terminado, me queda mucho, pero está mereciendo la pena. Ahora mi vida es mía, y es vida. He salido, no del armario, sino de la cárcel. (Pensándolo bien, en realidad yo de dónde he salido es de la mochila).

Tan sólo hay una pega. Tanto sufrimiento es inecesario. No he hecho nada malo, ni siquiera he hecho algo transcendental en realidad. Soy exactamente la misma persona que era, no nací el 24 de julio. Me gustan las mismas cosas, tengo los mismos defectos y las mismas virtudes. Me siguen gustando los flanes y las croquetas, y sigo odiando la calabaza. El café lo tolero muy dulce, y todavía leo comics y juego a rol. No he cambiado. ¿A que viene tanta tragedia por parte de los demás?

No estoy haciendo nada especial ni importante. El precio que he tenido que pagar no viene de dentro de mí, sino de fuera, de las exigencias que otros tienen sobre un aspecto de mi vida que, en el fondo, no es de gran relevancia.

Lo que ahora quiero, lo que me gustaría de verdad, es que, después de pasar yo, esta puerta se quedara abierta. Que sea el último en tener que pelear para abrirla. Que nadie más tenga que sufrir lo mismo, o incluso cosas peores. No es algo fácil, pero empiezo a pensar que quizá tampoco sea imposible. Tal vez, pequeño y débil como soy, pueda poner un granito de arena para marcar la diferencia. Algún día.