El lunes pasado, otra vez… ¡Otra vez! Tuve cita con la psicóloga. Ya es la séptima.

Empezamos con un test sobre depresión. Que me haga un test sobre depresión, me parece normal, ya que las enfermedades mentales pueden llevar a una persona a tomar decisiones erroneas e incluso perjudiciales para si mismo. Lo que me resulta un poco más raro es que no me lo hiciera al principio. ¿No deberían ir centrados los esfuerzo de la psicóloga hacia el objetivo de ver primero si estás o no en tu sano juicio para decidir?

Después estuvimos hablando y, por primera vez, la psicóloga actuó como una verdadera psicóloga. A la luz de los resultados del test de personalidad, se destacaba un rasgo de mi caracter que yo desconocía, que es el de dependencia emocional. Yo nunca me había considerado una persona dependiente, pero cuando ella me lo explicó, me di cuenta de que era cierto, y que eso, además, explicaba los grandes errores que he ido cometiendo en mi vida.

No quiero decir con esto que haya cometido más errores o más grandes que el resto de los mortales, ni tampoco que sea una persona patológicamente dependiente. Simplemente, que no soy perfecto, y esta era una de las imperfecciones que desconocía.

Creo que este rasgo es, además, uno de los que te hacen formar parte del grupo de los «buenos» que dice Ariovisto.

También me comentó la psicóloga que hay dos tipos de transexualidad: la que comienza en la infancia y se desarrolla a lo largo de toda la vida como algo «constitucional» y que es muy difícil de ocultar, y la que se inicia hacia la segunda mitad de la vida. La de la segunda mitad de la vida no puede ser mi caso, porque no tengo edad suficiente (voy a cumplir 30 años… ¿Se supone que mi esperanza de vida es mayor de 60? Pues se agradece, la verdad). Las dudas surgían sobre si mi caso era el de la primera porque, según mi madre, no se me notaba nada, y de hecho no solo no intentaba ocultar mis femineidad, sino que hasta la resaltaba.

Unir la dependencia emocional y el deseo de agradar a los demás hasta el punto de anular las propias preferencias, o, en otras palabras, el ser complaciente, explicaría perfectamente por qué yo sí pude ocultarlo.

También hay otra cuestión, y es que, una cosa es que mis padres no se dieran cuenta, y otra que no se diera cuenta nadie. Mis compañeros de clase en el instituto sí notaban algo raro, y el acoso que sufrí por ello fue bastante fuerte. Cuando estuve viviendo en una residencia de estudiantes, mi apodo era «Iñaki». Vamos, no me digas que no se me notaba… Tan sólo aprendí a disimular bien a partir de los 19 años. Pero bueno… ¡es que en 19 años de experiencia da tiempo a aprender mucho! Es una pena que no caí en contarle esto, pero bueno, me lo guardo por si vuelve a salir el tema en futuras ocasiones.

La verdad, cuando me dijo que «sólo hay dos clases de transexualidad», me dieron ganas de responderle: «solo hay 10 clases de personas, los que saben binario y los que no». Si cada ser humano es diferente a los demás ¿de verdad se puede clasificar a los transexuales en dos categorías y quedarse uno tan tranquilo?

Por supuesto, si todos los psicólogos trabajan en la misma linea, está claro que esta opinión se mantendrá invariable. Una vez que a mi me han dicho ya qué es lo que buscan, yo voy a esforzarme en encontrar respuestas que se adapten a lo «normal». Si no lo hiciera, sería rechazado. Las personas rechazadas no son transexuales. Por tanto, todos los transexuales encajan perfectamente en una de esas dos categorías. Si esto es método científico, que baje Einstein y lo vea.

Que no cunda el pánico, yo no le he dicho nada de esto a la psicóloga. Ahora que lo pienso, espero que no lea el blog… que ya está empezando a hacerse bastante conocido (muchas gracias a todos los que me leeis, por cierto).

Es muy fácil encontrar explicaciones y motivaciones para justificar cualquier comportamiento. En mi caso, me adapto perfectamente al modelo de transexualidad desde la infancia. Tengo consciencia de querer ser un niño desde que me acuerdo, no lo ocultaba con facilidad (me costó muchos años aprender), y el único punto en que me desvío un poco del modelo, es explicable por mi tendencia a complacer las expectativas de los demás.

Me apuesto mi sueldo de un mes a que si el modelo fuese otro, también me adaptaría a él.

Hablé más cosas con la psicóloga, como por ejemplo, el perjuicio que para mí supone que ella tarde tanto en «asegurarse». Aproveché para decirle que hago vida de hombre a todos los niveles, porque Clara me comentó que Trinidad le había dicho que usa la escala de Harry Benjamin. Consultando esta escala, el grado más alto de transexualidad era el de las personas que viven y trabajan según los roles del sexo opuesto, y ni con eso se sienten satisfechas. Como, debido a mis circunstancias personales yo puedo permitirme el lujo de vivir así (es un lujo, no todos pueden hacerlo), he aprovechado para hacérselo saber. Así gano puntos, me adapto al modelo, y, por supuesto, no estoy mintiendo.

La respuesta de ella a mis objecciones fue que existe la posibilidad de que, en caso de dar un informe favorable precipitado, el paciente llegue a arrepentirse más tarde. Es algo que en Holanda les ocurre a un 2% de los pacientes, pero que a ella no le ha ocurrido nunca. Le pregunté qué ocurre con los pacientes a los que se les ha dado un informe desfavorable, y ella contó que en ocasiones algunos han regresado para darle las gracias. ¿No se ha dado el caso de que haya rechazado a alguien que luego ha conseguido el informe favorable por otro medio, y ha sido feliz? ¿No es igual de malo permitir que alguien se autolesione como obligar a una persona a vivir según el sexo equivocado?

Al parecer, nadie se ha molestado en informarse sobre lo que ocurre con las personas que han sido rechazadas. Y llegados al punto de si no es tan malo rechazar a quien lo necesita como dar tratamiento a quien no lo necesita, Trinidad me esgrimió el principio de no malignidad, que consiste, simplemente, en que el facultativo no debe hacer nada que pueda lesionar al paciente. Según ella, si uno actúa siempre bajo este principio de no malignidad, no puede hacer nada que no esté bien.

Vi que se sentía atacada, así que acepté «pulpo» (y de hecho, lo acepté de verdad, porque me doy cuenta de que ella realmente piensa que actúa correctamente) y le dije que confío en ella y me pongo en sus manos. Bien, una vez más, no mentía. Confío en que hace las cosas lo mejor que sabe, y confío en que al final mi informe será positivo. Puedo permitírmelo porque también confío en que seré funcionario y, en caso de que ella no me de el informe, podré acudir a otro psicólogo que vea las cosas de otra forma. La verdad, soy un tío muy inocente y confiado. Así me va, que cada vez que un comercial medio habilidoso me ofrece algo, me cuesta horrores contenerme y no picar.

No le hablé de que los principios de la bioética son cuatro: Autonomía, beneficencia, justicia y, efectivamente, no maleficencia. Vale, el principio de no maleficencia lo respeta, pero no respeta los otros tres:

– Autonomía: hace referencia a la capacidad del individuo para autogobernar su propia vida.

– No maleficencia: trata del derecho que tiene el paciente a no sufrir ningún mal evitable.

– Beneficencia: es necesario buscar el mayor bien para el enfermo, entendiéndose que lo mejor lo define el propio interesado y no el profesional.

– Justicia: el derecho del paciente a no ser discriminado y disfrutar de la asistencia que le corresponda.

La revolución de la bioética no parece haber llegado todavía a los protocolos de atención al paciente transexual.