Uno de los momentos que recuerdo con más cariño fue la primera vez que me puse una prenda masculina. En aquel momento, no tenía las cosas nada claras. No sabía si sería capaz de renunciar a las cosas que tenía que renunciar, o si me atrevería a exponerme a la mirada de otras personas. Tampoco sabía si merecía la pena todo ese esfuerzo.

Solo había una forma de saberlo: probando. Fuí a una de las tiendas que solía frecuentar (no es que en mi pueblo hayan tantas tiendas como para encontrar una en la que no hubiese entrado nunca), y con bastante vergüenza atravesé toda la sección de señora y me metí en la de caballero. Como no sabía nada respecto al tallaje de la ropa de hombre, y tampoco sabía que tipo de ropa me quedaría bien a mi, tardé mucho, pero mucho tiempo, en encontrar la prenda adecuada.

No pasó nada. Nadie me miró raro, ni mientras buscaba la camisa, ni cuando fuí a pagar. Quedaba el reto final, salir a la calle con ella puesta. ¡Pensé que llamaría la atención más que un elefante en una cacharrería! Pero no, tampoco. No ocurrió nada de nada.

En realidad, decir que no ocurrió nada de nada es faltar a la verdad. Pasaron muchas cosas, pero todas en mi interior. Lo primero fue que comprobé que podía combinar ropa femenina con ropa masculina, y no quedaba expuesto al ridículo ni al escarnio general. Lo segundo fue un sentimiento indescriptible de comodidad y bienestar que no podía haber imaginado, y que sólo pude explicarme con la siguiente analogía:

Hace uños años, estuve viviendo en un piso que antiguamente había tenido las paredes empapeladas. Cuando la casera decidió que el papel estaba demasiado viejo, contrató a unos pintores baratos que pintaron directamente sobre el papel, sin quitarlo. El resultado era que a las pocas semanas la pintura empezó a saltar, y bastaba con pasar un dedo para que las placas cayesen y se viese lo que había debajo, que era algo totalmente distitno.

Esto era lo que me estaba ocurriendo en aquel momento. Como si la capa de pintura que yo mismo me había esforzado en colocar para ocultar mi auténtica personalidad empezase a caer muy facilmente, dejando ver lo que había debajo. Mi forma de caminar y mi postura cambiaron, y me sentí mucho más seguro y satisfecho de mi mismo que nunca.

Yo, que creaba problemas de circulación porque los conductores se olvidaban de mirar hacia donde debían en los cruces, y que estuve a punto de producir el encuentro de más de un motorista con sendas farolas o señales de tráfico… Que poco me importaba todo eso comparado con poder llevar una camisa de hombre.

La otra ocasión donde he podido comprobar que el hábito sí hace al monje fue el sábado pasado. ¿Recordáis la despedida de soltera de mi amiga? Pues, lógicamente, después vino la boda. ¡La excusa perfecta para ponerme traje y corbata!

Tenía muchas ganas de tener un motivo para «arreglarme», pero al mismo tiempo, pensaba si no sería demasiado transgresor salir de esa guisa a la calle. La opinión de casi todos con los que hablaba del tema era que, en efecto, se trataba de un gesto muy osado el vestir de forma tan abiertamente masculina. Mi opinión era que resulto suficientemente pasable para poder hacerlo, y que, de todos modos, era la mejor opcción, porque ni de coña me pongo un vestido, y las ropas ambiguas siempre me han parecido horrorosamente feas y faltas de elegancia. Nunca he usado ropas ambiguas, excepto cuando tenía sobrepeso, que no podía encontrar otras cosas cosas.

La cuestión es que… yo no estaba nervioso. No tenía la sensación de ir a hacer nada excepcional, excepto de cara a las personas que me conocían de antes, que eran las menos, y con las que, como me aceptan plenamente y no me ponen ninguna pega, no tiene mérito ni sentido ser transgresor. Sin embargo, cuando salí de mi casa a la calle, la sensación que tenía era de ir «travestido», porque en el barrio la mayoría de la gente me identifica de manera automática como mujer… a causa de que no tomo hormonas, no porque yo haya dicho que lo sea.

La sensación de ir travestido duró unos 5 minutos, que fue el tiempo que tardamos (no iba solo) en encontrarnos con un tipo que me dijo:

– Caballero ¿tiene fuego?

Nadie me tomó por una chica. Ni una vez. Esto no me había pasado antes… ¡Joder, que alegría!

Tengo que reconocer que mi constitución física y mis facciones ayudan a convertirme en un chico pasable, pero está claro que el traje fue lo que terminaba de comunicar hacia fuera cual es mi identidad de género y me convertía ante los demás, en lo que soy.

Así que, en cierto modo, el hábito sí que hace al monje.