El sábado pasado fui de compras con Marta, que necesitaba urgentemente algo de ropa. Marta es una chica transexual bastante jovencita, que aun no se hormona, pero que espera empezar a hacerlo pronto (el psicólogo le dará el informe el mes que viene). Además de la ingrata tarea de tener que «salir del armario», ahora también le toca la más grata, pero también cara tarea de renovar su propio armario.

Ese día Marta estaba triste. Había tenido una fuerte discusión con su familia y por su cabeza comenzaban a pasarse imágenes de un futuro bastante triste y bastante negro. No voy a dar detalles, pero su estado de ánimo estaba bastante cercano al mío cuando escribí este post. Aún así, nos fuimos de compras.

Como no tenemos mucho dinero, entramos en una tienda de chinos, de esas en la que la ropa es una mierda, los dependientes no entienden ni jota de lo que les preguntas y te atienden mal, pero es todo tan barato… y  Marta vió unas botas de caña alta que le gustaron, así que pedimos su número de pie para probarlas. Doscientos años más tarde, apareció la dependienta (una mujer china de mediana edad) con las botas y nos las dejó para que las probaramos, aunque sin quitarnos el ojo de encima, como suelen hacer en ese tipo de tiendas.

Yo no hablo chino, pero hay cosas que se entienden sin necesidad de compartir el mismo idioma, y la cara de aquella mujer al ver que era Marta y no yo quién se probaba las botas, lo dijo todo. Una sonrisa como si acabasen de contarle el mejor chiste del mundo, y luego unas palabras en tono humorístico con la cajera. Carcajadas sonoras por parte de ambas, miradas para nada disimuladas hacia donde estabamos Marta y yo, y comentarios ininteligibles para mi, pero cuyo sentido era muy claro: «ese chico es un travesti, que risa».

Unos minutos después llegó otra chica, jovencilla ella, y junto con la señora de mediana edad se entretuvieron en «seguirnos» descaradamente, con mucho interés por ver como un hombre se entretiene en comprar ropa de mujer, aunque debimos decepcionarlas bastante, pues al poco rato se cansaron y regresaron a sus quehaceres. Marta no daba saltitos ni grititos, y yo (que no se si a esas alturas pensarían que también era una chica transexual, una lesbiana camionera, o una tía con pésimo gusto a la hora de vestir) tampoco daba ningún espectáculo. Éramos sólo una chica y un chico normales comprando ropa.

Lo cierto es que me dieron ganas de hacerles algún comentario al respecto (no soy de los que se callan, y menos en una tienda) pero como sabía que de todos modos la china no me iba a entender, decidí no gastar saliva ni esfuerzo en vano y escribir aquí mis impresiones, que fueron varias.

En primer lugar, que no está bien reirse de los clientes. Uno corre el riesgo de que te monten un pollo en la tienda. Tal vez debí pedir el libro de reclamaciones. Quizá aun lo haga, después de todo, pero yo sólo.

En segundo lugar, que uno nunca debe burlarse de los demás, por muy «burlable» que el otro nos parezca. Es cruel reirse de una persona que no tiene la certeza de que dentro de un mes vaya a continuar formando parte de una familia. Igual podrían haberle dado un sartenazo a Marta en la cabeza, tal vez le habrían hecho menos daño. (Sí, creo que voy a ir a pedir el libro de reclamaciones, y así nos jodemos todos por igual).

En tercer lugar, que hay que ser realmente imbécil para ser un chino en España y reirse de otra persona. Supongo que su desconocimiento del español les debe hacer ignorar que en nuestro idioma existen expresiones tales como «engañarle a uno como a un chino», «cabrearse como un chino», «trabajar como un chino», y que, en definitiva, los chinos, al igual que los transexuales, son materia de chiste en nuestra cultura.

Realmente, hay que ser imbécil para burlarse de alguien, sean cuales sean las circunstancias personales. No existe nadie totalmente normal. El hombre blanco, español en españa, con una familia modelo y un sueldo bueno, es posible que no sepa que está llamando «hijo» a la persona equivocada, y eso es algo que a todo el mundo le da mucha risa. Es posible que ese mismo hombre «normal» tenga un hijo o hija homosexual, o transexual, lo cual también resulta muy divertido, o que se le caiga el pelo y se quede calvo, que se corte una pierna en un accidente laboral y se quede cojo (a muchas personas las minusv

alías les resultan taaaan divertidas), que su esposa le esté poniendo una cornamenta diga del macho alfa de una manada de ciervos, etc… Siempre, siempre, nuestra vida tendrá algo que nos convierta en una víctima potencial de las burlas y miradas ajenas.

Llego con esta reflexión a donde quería llegar. Una persona intolerante es una persona imbécil, puesto que la propia intolerancia hace que la vida sea mucho más difícil para las personas intolerantes. Reirse de los demás le convierte a uno mismo en una persona ridícula. Podemos concluir por tanto que llevar a cabo este tipo de actos que solo sirven para hacer sentir mal a los demás, al final también nos hacen sentir mal a nosotros mismos. Llevar a cabo, de manera gratuita, acciones que al final acaban perjudicándonos a nosotros mismos es de ser bastante imbécil. Por tanto ser intolerante, es de ser imbécil. Q.E.D («Quod erat demonstrandum» es una locución latina que significa “lo que se quería demostrar”).

Tengo que decidir todavía si pongo o no pongo la hoja de reclamaciones. La tienda está lejos de mi casa, pero cerca de la oficina donde trabajo. Quizá vaya mañana.