El proceso de reasignación de género es largo, arduo y aburrido. O eso dicen, porque yo no he hecho más que empezar. ¿Os acordáis de que en mi primera y dramática entrada decía que tenía un plan? Bueno, pues ya ni me acuerdo de cual era, pero está completamente descartado.

La cosa es que todo viaje comienza por un primer paso, y yo di el mío acercándome hasta el médico de cabecera para explicarle mi problema. Como es la segunda vez que veía a este señor, la verdad es que me daba mucho corte, pero saqué fuerzas de flaqueza, agarré el toro por los cuernos y le dije cualquier estupidez en un tono medio farfullado, que él entendió de milagro.

Al principio estábamos los dos un poquito nerviosos (supongo que yo era el primer chico que acudía a él con este problema) y el médico se quedó un poco fuera de juego, porque no sabía demasiado bien lo que tenía que hacer. Intentó hacerme un volante para enviarme al psicólogo, pero no hubo tutía. Me hizo volver ese día a última hora, a ver si entretanto yo conseguía más información, y la conseguí, pero mal. Así que me tocó volver al día siguiente a primera hora, esta vez con varios folios impresos, sacados de diversas páginas de internet. Y nada, que no hubo manera. Me pidió que volviese a última hora (para entonces ya llevábamos como dos horas de reloj intentando hacerme el puto volante), y al final me explicó que había llamado al hospital Carlos Haya, y que le habían comentado que lo que tenía que hacer era pedirme cita con el urólogo, y que a partir de ahí empezaría con el protocolo médico y ya me mandarían a la Unidad de Trastornos de Identidad de Género del Carlos Haya.

Así que de repente me encontré con un volante en las manos para ir a visitar al urólogo. Y una pregunta en la mente: ¿qué coño tengo yo que hablar con un urólogo? Me puedo imaginar algo así:

– Buenos días señora, me parece que se ha equivocado usted de médico. El ginecólogo es en la puerta de al lado.

– No mire, la verdad es que venía a hablar con usted.

– ¿Sí? – pregunta el urólogo enarcando una ceja – ¿Y de que se trata?

– Verá… – en este momento noto que me sonrojo, porque lo que estoy a punto de decir es algo que a ningún hombre le gusta confesar. Pero hablar con el médico es el primer camino para solucionar el problema. Así que allá voy -. Verá doctor, resulta que tengo problemas de erección. Hace tanto tiempo que no se me levanta, que ya ni me acuerdo cuando fue la última vez. Yo diría que han pasado… ¡años!

Ya está, ya lo he dicho. Pelé, el icono de los hombres con problemas eréctiles, estaría orgulloso de mí. Porque está claro que lo mío es un problema de erección. Nunca he tenido ninguna, y eso, en un chico de 29 años, no puede ser sano. Necesito una solución ya.

Nacho me hace otra sugerencia, también bastante buena. El inicio de la conversación sería más o menos el mismo, sólo que al llegar el momento de explicar los síntomas..

– Verá… – en este momento me pongo pálido. Es imposible que el médico crea lo que le voy a contar. Es una historia que parece sacada de una mala película, de esas que ponen a medio día. Sólo que es completamente real -. Verá doctor… fue de repente. Una mañana cojo, me levanto, y me la encuentro así, toda fileteada. ¡Había desaparecido! ¿Usted cree que me volver  a crecer?

Lo cierto es que me preocupa un poco que a mi pobre médico de cabecera lo hayan atendido mal y le esté mareando algún cabrón del Carlos Haya. Porque no sólo me marean a mí, sino que también lo han mareado a él. Y más todavía me preocupa que llegue al urólogo y me diga que el volante para el psiquiatra me lo tiene que hacer el médico de cabecera, y vuelta a empezar, sólo que con un mes y medio perdido por el camino. ¡Santa paciencia!

Por cierto, si alguien se está preguntando si me he intentado informar por otros medios, la respuesta es que sí, lo he hecho. Nadie sabe nada, ni me puede decir nada. En el proceloso océano de la burrocracia médica, cada cual sigue su camino y el futuro es insondable.