Quién soy yo y por qué te estoy escribiendo

Hola, muchas gracias por darte de alta en mi lista de correo. Ahora que me has dado permiso para llegar a tu buzón de e-mail de vez en cuando (prometo no ser muy pesado), supongo que lo mínimo es que me presente.

Me llamo Pablo Vergara Pérez, tengo 37 años, y nací en Barcelona, me crié en Motril, y actualmente vivo en Edimburgo (Escocia) desde abril de 2014. Además, he vivido un año en Málaga, 5 años en Granada, y viví durante algunos meses en Bad Hersfeld (Alemania) y Quito (Ecuador). Ya en Reino Unido, he sido residente en Brigthon (pero de esto ya hace muchos años), y también estuve viviendo en Liverpool durante un mes. Como ves, he viajado bastante geográficamente. Sin embargo, mi viaje vital ha sido mucho más interesante.

En el mes de julio de 2008 salí del armario como hombre trans. Hasta entonces estuve viviendo durante casi 29 años como la mujer que me había tocado ser (según el sexo que otras personas me habían asignado), tratando de tener el máximo de felicidad posible mientras me debatía entre todas las cosas que quería hacer, y no podía, y todas las cosas que podía hacer, pero no quería.

Podría haber salido del armario antes, en el año 2004, cuando un documental sobre transexualidad en el que salía Kim Pérez explicando lo que eso era me abrió los ojos. Después de años pensando que lo que me pasaba a mí era una cosa muy rara, que no le ocurría a nadie más, y dando tumbos entre las teorías feministas sobre el género, sin encontrarme a mí mismo, por fin, al escuchar a Kim Pérez, sentí que estaba hablando sobre mí.

No salí del armario porque tenía miedo. Siempre lo había tenido. Uno de los primeros recuerdos de mi infancia fue que estaba en el campo, viendo el arco iris, y alguien, una persona mayor que creo que era mi abuela, me decía que tenía que tener cuidado porque las niñas que hacen pipí justo debajo del arcoiris se convierten en niños, y los niños, se convierten en niñas. Recuerdo haber deseado que eso me pasara a mí, y recuerdo que no lo dije. Recuerdo muy claramente haber tenido la certeza, a mis 4 ó 5 años, de que eso no lo podía decir.

El miedo me acompañó toda mi vida. En la escuela los niños y las niñas se reían de mí. Yo era tímido e infeliz. Torpe para los juegos deportivos que jugaban los niños, e incluso para los que jugaban las niñas, como la comba o el elástico, aunque llegué a ser muy bueno jugando al tejo. Me pasaba los recreos en la biblioteca, hasta que leí prácticamente todos los libros disponibles.

En el instituto fue aún peor. Ni siquiera había biblioteca en la que esconderme. Mi cuerpo empezó a cambiar, y yo sentí que se rebelaba contra mí. Mis padres estaban obsesionados con mi peso, decían que era torpe y que estaba demasiado gorda. Mis compañeros de clase, y mis profesores de gimnasia, parecían estar de acuerdo. A los 13 años empecé mi primera dieta, la dieta Scardale, una de esas dietas milagro que prometen perder 14 kg en dos semanas. Mi madre la hacía conmigo, y fue terrible. Nunca he pasado más hambre… Y sin embargo, más adelante volví a enfrentarme a mis fotos de entonces, y nunca vi una gordura que justificase aquella pesadilla, ni aquella presión.

Fui a la universidad en Málaga y me fui a vivir a una residencia de estudiantes. Mis compañeros se reían de mí y me llamaban Iñaki. De cara a los demás, me ofendía, pero en mi interior me daba cuenta de que en realidad no me molestaba. No me importaba que se me viese poco femenina. Sin embargo, sí que ansiaba la aceptación de los demás.

Al año siguiente, cambié de universidad, empecé a estudiar Turismo en Granada, y decidí que iba a cambiar, y conseguiría la aceptación de más gente. Haría lo que fuera por tener amigos.

Empecé a leer revistas femeninas, aunque mis padres, y el chico con el que empecé a salir me criticaban por ello, porque decían que eso servía sólo para comerle el coco a la gente. Lo cierto es que siempre he leído mucho, y con casi siempre hubo alguien cerca para decirme que leer demasiado no era bueno para mi mente, que iba a borrar mis propias ideas. Algo curioso, porque a lo largo de mi vida, una de las cosas que he aprendido es que la lectura es el alimento del pensamiento. Sin lectura, el pensamiento no puede crecer.

Conseguí la aceptación. A veces me venía a la mente que en el pasado había estado más en contacto con mi parte masculina, que incluso había deseado ser un hombre. Sonreía y pensaba «qué tontería». A cambio, dejé de escribir. Algo que llevaba haciendo desde los ocho años, y que me había acompañado toda mi vida, de repente había desaparecido de mi interior. No era capaz de sacar ni una letra. Dos años más tarde caí en la depresión, y no entendía por qué, si lo tenía todo: amigos, un novio que me quería, y al que yo quería, la relación con mis padres, que por fin era buena, la carrera terminada, un trabajo cómodo en la tienda de mi madre… ¿Qué estaba mal en mí? ¿Por qué no podía ser feliz?

Iba ganando más y más peso. A los 23 años caí enfermo, y estuve un año en la cama. Prácticamente no recuerdo nada de ello. No podía trabajar, no podía estudiar, sólo podía dormir y conectarme a los chats de internet. Un internet que todavía funcionaba con 56kb, y que había que desconectar para llamar por teléfono. La tarifa plana empezaba a partir de las 6 de la tarde.

Fue ese año, mientras estaba enfermo y nadie sabía qué me ocurría, cuando aquella parte de mí volvió a aparecer. Era la parte que me daba fuerzas cuando tenía que hacer algo en la calle, era un rincón secreto al que podía acudir en busca de algo que no sabía que me faltaba.

A los 24 años, me sometí a una cirugía bariátrica para adelgazar. Llevaba toda mi vida adulta a dieta y no había hecho más que engordar y engordar… Y entonces, cuando empecé a sentir aquella parte de mí golpeando con fuerza, deseando salir a la luz…

Sin embargo, no la dejé salir hasta cuatro años más tarde. Porque tenía miedo. Tenía miedo de que mi pareja me dejaría, de que mis padres me rechazarían, de que perdería mi casa, mi trabajo, mi familia, y me vería solo. Tenía miedo de que de mis amigos me daría de lado como el bicho raro que en mi interior siempre había sabido que era. Tenía miedo de volver a enfrentarme al rechazo de la sociedad. Tenía miedo de que nadie me fuese a querer. Tenía miedo de quedarme feo, de que se me notara, de que la gente se riese de mí…

También tenía miedo de estar loca. De que todo aquello no fuese más que un delirio enfermizo, que se me volvería a pasar y quedaría en nada. Tenía miedo de estar equivocándome. Pensé que si empujaba hacia dentro, se me terminaría por quitar, igual que ocurrió la primera vez.

No se me quitó. Cada vez regresaba más y más a ese rincón interior donde yo sentía que residía mi fuerza, hasta que se me hacía difícil no estar allí todos los días. Hasta que empecé a sentir que cada mañana me levantaba y nadie sabía quien era. Hasta que sentía que mi personalidad, aquella identidad femenina que otras personas me habían asignado, no era más que un personaje de una obra de teatro, que no me gustaba interpretar, y que, en realidad, ni siquiera estaba interpretando bien.

Lo tuve que decir. Al final, la necesidad fue más fuerte que el miedo.

¿Sabes qué pasó? Que me dejaron muy claro que si sequía por ese camino, me dejarían de querer. Que nadie me iba a querer nunca más. Mi madre me dijo «dejáras de ser una mujer guapa y pasarás a ser un hombre calvo y feo». «Eso siempre se nota». «No serás ni una mujer, ni un hombre, serás una cosita intermedia». Y yo le dije «me da igual».

«Me da igual», creo que fue la frase más empoderadora de mi historia personal. Llena de orgullo, llena de fuerza. Después de una vida plegándome a los deseos de otras personas, en busca de que alguien me quisiera, de repente había decidido empezar a vivir para mí. Decidí que no me importaba si nadie quería a «las cositas intermedias», como me había llamado mi madre, porque tampoco quería que nadie me quisiese a costa de tener que convertirme en alguien que no era. Quizá tendría la oportunidad de encontrarme con otras cositas intermedias como yo, que me quisieran tal y como era, y donde sentirme, no sólo aceptado, sino bienvenido tal y como yo era, sin más.

¿Sabe qué he aprendido? Que todo el mundo ha sido querido por alguien, alguna vez en su vida. Tú también. Puede que no te hayas dado cuenta, puede que no le correspondieses, puede que ni siquiera lo hayas sabido, o quizá no era el momento adecuado pero ha habido alguien que te ha querido. Además, volverá a haberlo. En algún momento, alguien te mirará y su corazón se estremecerá al verte. Puede que sueñe con la esquina de tus labios, con la curva de tu cuello, con la forma en que mueves las manos. No lo sé, pero sí estoy seguro de algo: todo el mundo tiene algo que le hace merecedor de ser amado por otra persona. Y tú no eres la excepción.

Yo tampoco lo era.

Muchos de mis temores se hicieron realidad. Casi todos. En cuestión de semanas vi como toda mi vida se desmoronaba. SIn embargo…

No todo el mundo me rechazó. Mi hermana me apoyó desde el primer minuto, y también mi abuela, a sus 89 años, y mi tío abuelo, con 91 años y alzehimer incipiente, no se confundió con mi género ni una sola vez después de que contase que soy trans. Mis tíos por parte de madre, y mis primas me apoyaron desde el principio. También lo hicieron mis amigos, al menos la gran mayoría de ellos. A los pocos que no me quisieron acompañar a partir de ese momento, no les echo de menos en mi vida. Estoy mejor sin ellos. En realidad, en ningún momento me quedé solo.

Encontré a muchas personas trans. Entré en las comunidades virtuales trans, y luego empecé a reunirme con personas trans de Granada. Mi admirada Kim Pérez, que llegó a ser parte de mi familia elegida, al igual que una hermana trans que inició su aventura al mismo tiempo que yo, pero siendo 10 años más joven. Decidí luchar porque nadie más tuviese que pasar por lo mismo que yo había pasado. Esa se ha convertido en mi misión vital, en mi causa. Me hice activista. Viajé por el mundo. Conocí a mucha gente. Leí más, estudié más, aprendí, crecí.

Ahora sé que no tenía por qué haber pasado por todas las cosas que pasé. Muchas de ellas, en su momento, las aceptaba como un peaje necesario para mi transición de género, como un precio a pagar por ser un paria social. Ahora sé que no era necesario, y ayudo a otras personas a no tener que pasar por ellas. No siempre lo consigo, pero a veces sí. Al menos, les puedo ayudar. Al menos, les puedo acompañar y hacerles ver que no tienen por qué estar solos.

En fin, ya te lo he contado: la soledad, el rechazo de todos, era mi mayor miedo y lo he vencido. Gracias a eso, he conseguido mi mayor objetivo: poder ser yo mismo. Ahora me gustaría saber ¿Cual es el principal miedo que tienes que vencer para conseguir tu mayor objetivo? ¿Cual es ese objetivo?