Exposición realizada en el primer encuentro de ALEAS – IULV-CA que tuvo lugar los días 28 y 29 de septiembre de 2012.
El informe “Nacidos libres e iguales” publicado este mes de septiembre por el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU comienza con las siguientes palabras:
El caso de extender a lesbianas, gays, bisexuales y transgénero los mismos derechos que disfruta cualquier otra persona no es ni radical, ni complicado. Descansa en dos principios fundamentales que subyacen en la legislación internacional sobre derechos humanos: igualdad y no discriminación. Las palabras de apertura de la Declaración Universal de Derechos Humanos son inequívocas: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos».
Este reconocimiento de la igualdad de todos los seres humanos se materializa en la Constitución Española en el artículo 14 “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda provalecer disciminación alguna por razón de nacimiento,raza, sexo, religión, opinión o cualquiero otra condición o circunstancia personal o social”
El Estatuto de Andalucía de 2007 también recoge este principio de igualdad en su artículo Artículo 14 donde prohibe toda discriminación […] por razón de sexo, […] orientación sexual o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Además, en su artículo 35 refuerza la necesidad de dar una protección especial a lesbianas, gays, bisexuales y transexuales cuando declara que “toda persona tiene derecho a que se respete su orientación sexual y su identidad de género”.
Para poder hablar de qué es discriminación por razón de identidad de género, es preciso saber qué es la identidad de género. Los Principios de Yogyakarta sobre la aplicación de la legislación internacional de derechos humanos en relación con la orientación sexual y la identidad de género, definen la Identidad de Género como “la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente profundamente, la cual podría corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo (que podría involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios médicos, quirúrgicos o de otra índole, siempre que la misma sea libremente escogida) y otras expresiones de género, incluyendo la vestimenta, el modo de hablar y los modales”.
Todos tenemos una identidad de género.
Nuestra identidad de género puede ser más o menos cisexual, o más o menos transexual.
Las identidades de género se pueden dividir en identidades cisexuales e identidades transexuales, definiéndose las identidades cisexuales como aquellas identidades de género concordantes con el género asignado al nacer, y las identidades transexuales como aquellas identidades discordantes con la identidad de género asignada al nacer. En la presentación, no he separado ambas categorías por una linea continua, ya que las categorías “cisexual” y “transexual” son, como el resto de categorías identitarias, conceptos abstractos y difusos, que no pueden definirse en un sí o no, sino en un más o menos.
En la actualidad, las identidades de género cisexuales ocupan un lugar preeminente sobre las identidades de género transexuales por diferentes motivos. Para empezar, las identidades de género cisexuales se consideran naturales y legítimas, e incluso sanas, mientras que las personas con identidades de género transexuales con frecuencia somos acusadas de “imitar” el género, de “engañar”, y en general, somos sospechosas de asumir otra identidad de género para acceder a derechos o lugares que no nos corresponden. Estamos clasificadas como enfermas mentales tanto en el manual de la APA como en el de la OMS, y de hecho se nos exige que demostremos la veracidad de nuestra identidad de género por diversos medios, que incluyen el respaldo de un diagnóstico psiquiátrico, el sometimiento a tratamientos médico-quirúrgicos durante peridos de tiempo determinados, utilizar un atuendo determinado, unos modales tenerminados, etc.
En cambio, a las personas cisexuales no se les exige ninguna prueba para demostrar la veracidad de su identidad de género. De hecho, la identidad sexual cisexual actúa como una identidad sexual supletoria, que se aplica siempre que no se haya demostrado suficientemente la legitimidad en la pretensión de ostentar una identidad transexual. Por tanto, se puede decir que, en la actualidad, las identidades cisexuales tienen preeminencia sobre las identidades transexuales, y esto ya de por si es una discriminación por razón de identidad de género.
El objetivo de la ley de no discriminación por identidad de género de Andaluciá debería ser “garantizar el derecho de las personas transexuales, transgénero y variantes de género a recibir […] una atención integral y adecuada a sus necesidades médicas, jurídicas, laborales y educativas, en igualdad efectiva de condiciones con el resto de la ciudadanía”. Sólo sobre estas bases se puede construir una sociedad auténticamente igualitaria.
Este derecho a la no discriminación por razón de género se podría concretar, simplemente, en el derecho a la autodeterminación del género, que, de hecho, ya ha sido reconodico en la Ley de Identidad de Género de Argentina.
La transexualidad no es un fenómeno actual, existe desde siempre y en todas las culturas. Concretamente en nuestra cultura occidental, fue Magnus Hirschfeld quien acuñó el término “travestido” en 1910, aunque más adelante comenzó a distinguir entre conductas “travestistas” y transexualistas”. Harry Benjamin difundió universalmente la denominación de “transexuales” desde 1954. Finalmente, la palabra “transgénero” fue la primera que no provino del mundo de la medicina, sino desde el interior del propio colectivo, que comenzaba a tomar consciencia de si mismo. Fue la primera palabra no patologizante inventada por los trans que no encajaban en la perspectiva patologizante de los médicos, para referirse a si mismos.
En la actualidad, las palabras transgénero y trans se utilizan para englobar a todo el colectivo de personas cuyas identidades de género no concuerdan con la identidad asignada al nacer, independientemente de haberse sometido o no a terapias médicas u operaciones, o de haber recibido o no un informe médico que nos señale como trastornados mentales.
Paralelamente a este “descubrimiento” de la transexualidad y el travestismo, se iniciaba la lucha por el reconocimiento de los derechos de las personas homosexuales, que eventualmente llevó a que la homosexualidad pasase de verse como un pecado o un delito a entederse como una enfermedad (y considerar algo como enfermedad conlleva el entendimiento de que debe ser curada). Sin embargo, en la última versión del manual de clasificación de enfermedades de la OMS, el CIE-10 publicado en 1990, la homosexualidad fue desclasificada como enfermedad. El foco se movió entonces hacia las identidades trans, que fueron introducidas como nuevas clasificaciones de trastornos psicológicos y del comportamiento, y todavía continúan así tanto en el DSM como en el CIE.
Sin embargo, citando de nuevo los Principios de Yogyakarta, «con independencia de cualquier clasificación que afirme lo contrario, la orientación sexual y la identidad de género de una persona no son, en sí mismas, condiciones médicas y no deberán ser tratadas, curadas o suprimidas».
Este derecho a la autodeterminación del género que propongo no es más que la consecuencia práctica e inevitable de la comprensión de la identidad de género como una cuestión que se encuentra fuera del campo de la medicina, y dentro del más estricto ámbito personal.
La visión despatologizada de la transexualidad pone fuera de la ecuación del reconocimiento del género a los médicos y profesionales de salud mental, y convierte a la propia persona en protagonista y sujeto activo de la construcción de su propia identidad, como siempre debió ser.
La libre autodeterminación del género de las personas es un derecho humano fundamental, que se viene enunciando de manera reiterada en diversos informes, textos, declaraciones, recomendaciones y directivas internacionales en materia de Derechos Humanos.
El reconocimiento de la autodeterminación del género de las personas únicamente es posible si va acompañado de un reconocimiento legal y administrativo de las identidades de género de las personas, con la posibilidad de cambiar el sexo y nombre en los documentos de identidad.
El informe “Derechos humanos e Identidad de género” publicado en 2009 por el ex comisario de derechos humanos Thomas Hammaberg incluye entre sus recomendaciones la de “abolir la esterilización y otros tratamientos médicos obligatorios como un requisito legal necesario para reconocer la identidad de género de la persona en las leyes que regulan el proceso de cambio de nombre y sexo”
No obstante, en España las personas trans sólo podemos obtener una documentación acorde con nuestra identidad de género una vez que hemos sido diagnosticados como enfermas mentales, y nos hemos sometido a algún tratamiento médico durante un mínimo de dos años, de manera que nuestros cuerpos se asemejen a los cuerpos de las personas con una identidad de género cisexual.
Esto, para mí, ha significado la imposibilidad de identificarme como yo mismo durante cuatro años. Para todas las personas trans, esto significa, en primer lugar, poner nuestra identidad en las manos de un profesional de salud mental que puede decidir, y en muchas ocasiones decide, que no somos transexuales, negándonos la posibilidad de obtener un reconocimiento de género. Puesto que en Andalucía existe una sóla Unidad de Identidad de Género, las profesionales que allí trabajan tienen el poder de negar el reconocimiento de la identidad de género a cualquier paciente andaluz, especialmente a aquellos que, como yo mismo, carecemos de posibilidades de costearnos un médico privado que nos haga el diagnóstico previo pago.
En segundo lugar, significa la exigencia de someterse a un tratamiento médico para modificar el cuerpo, como prerequisito para obtener el reconocimiento legal de la identidad. Se trata de una violación del derecho a la salud y a la integridad física. Porque si bien la mayoría de las personas trans desea este tipo de tratamientos, no siempre es el caso. Citando de nuevo el informe “Derechos humanos e Identidad de género”, “el tratamiento médico siempre debe ser administrado en concordancia con los intereses del individuo, y ajustado a sus necesidades específicas y a su situación. Es desproporcionado que el estado prescriba un tratamiento de estilo talla única […]. Que se requiera el sometimiento a ciertas intervenciones médicas como requisito para clasificar a alguien como perteneciente a un sexo u otro es una interferencia extensa e injustificada […]” del Estado en las vidas de las personas trans, que debería evitarse, en la medida de lo posible, dentro de la Comunidad Autónoma andaluza.
La clasificación de la transexualidad como trastorno mental se ha convertido en un obstáculo para el acceso al derecho a la salud de las personas trans, junto con la aplicación de protocolos médicos que están diseñados para restringir nuestra capacidad de acceso y elección de los tratamientos. A esto se suma, en Andalucía, la inexistencia de un protocolo oficial de atención sanitaria para personas trans, lo que da manos libres para la arbitrariedad médica, y deja indefensos a los pacientes, que carecemos de medios para demostrar la terrible realidad de la práctica de la atención médica específicamente trans en Andalucía.
En efecto, la Unidad de Transexualidad e Identidad de Género del Servicio Andaluz de Salud, es un reducto opaco, en el que las personas transexuales quedamos privadas de nuestra autonomía en el acceso a la asistencia sanitaria, reducidas, sin previo proceso judicial, a la condición de incapacidad para obrar, puesto que se nos arrebata la responsabilidad sobre nuestros tratamientos, para depositarla en manos del personal sanitario que allí trabaja.
Por suerte, la arrogancia de este personal médico le ha llevado a pretender convertir su transfobia en norma, y a publicar textos que dejan bien clara su postura. Según las las Guías de práctica clínica para la valoración y tratamiento de la transexualidad, publicadas en 2012, de las que la Dra. Esteva, directora de la UTIG andaluza, es coautora “la evaluación diagnóstica es un proceso prolongado y complejo que debe ser controlado de manera rigurosa, y que se debe realizar de forma extensiva y utilizando todo el tiempo que sea necesario”, lo que ya de por si va contra el derecho reconocido en el artículo 1 de la Ley de Salud de Andalucía a que “se garantice, en el ámbito territorial de Andalucía, que tendrán acceso a las prestaciones sanitarias en un tiempo máximo”.
Cuando yo estaba todavía pendiente de recibir mi diagnóstico, pregunté a mi psicóloga del Servicio Andaluz de Salud, Trinidad Bergero, cuanto tiempo más tardaría en decidirse. Llevaba unos siete meses esperando. Su respuesta fue que se tomaría tanto tiempo como fuese necesario. Por desgracia, en aquel momento yo no tenía los conocimientos suficientes de derecho para poder defenderme poniendo una reclamación, como tampoco los tiene la gran mayoría de sus pacientes. Y aún en el caso de que hubiese reclamado, al no existir ningún protocolo oficial escrito, la respuesta a mi reclamación habría podido ser, simplemente, que ella no había dicho eso, y que yo lo había entendido mal. Después de todo, yo no soy más que un simple enfermo mental. Mi palabra no es fiable. Es posible que mi reclamación no hubiese llegado a ninguna parte, y a continuación, ella habría podido, en represalia, retrasar mi tratamiento otros seis meses más, o un año, o negármelo para siempre.
En la práctica este periodo de “tanto tiempo como sea necesario” se extiende por un mínimo de un año, existiendo informes de personas que han llegado a estar hasta siete años siendo evaluadas. En muchos casos, el resultado final de este prolongado periodo de evaluación es un diagnóstico de no idoneidad para los tratamientos, lo que impide el acceso de las personas trans a los servicios sanitarios, de manera definitiva, vulnerándose el derecho a “a las prestaciones y servicios de salud individual”, que es el más básico de los derechos reconocidos en la Ley de Salud Andaluza.
Más allá de la grandísima incompetencia profesional que demuestra un profesional de salud que tarda un año, o siete años, en evaluar a un paciente, es necesario valorar los daños inflingidos a las personas trans andaluzas, que vivimos con gran angustia un proceso de duración indeterminada y resultado incierto, durante el cual se aplaza nuestro derecho a la salud y se dificulta nuestra integración social, incluyendo el acceso al mercado laboral, y también el acceso a la rectificación registral de la mención de sexo, que es dependiente de la obtención de un diagnóstico médico y del sometimiento a un tratamiento médico.
El hecho de que sean los médicos, y no los pacientes, quienes deciden cuando y a qué tratamientos se someterán, vulnera también el derecho “a que se respete su libre decisión sobre la atención sanitaria que se le dispense, […] [con] previo consentimiento escrito del paciente, libremente revocable, para la realización de cualquier intervención sanitaria, excepto […]” en caso de que la no intervención suponga un riesgo para la salud pública, cuando el paciente no esté capacitado para tomar decisiones (si bien la incapacidad legal para obrar debe declarar un juez, y nunca un médico), o cuando exista peligro inminente de lesión grave irreversible o de fallecimiento que exija una actuación urgente. Ninguna de estas excepciones concurre en el caso de las personas transexuales.
Es necesario que esta situación cese cuanto antes, y la aprobación de una ley que reconozca específicamente el derecho de autonomía en el acceso a la atención sanitaria de las personas trans, estableciendo condiciones claras que guien y limiten la actuación médica.
No obstante, si Andalucía quiere ser auténticamente pionera en la elaboración de una ley que garantice el acceso de las personas transexuales a los derechos humanos, tanto a nivel del Estado Español, como a nivel europeo, en la ley sobre la que estamos trabajando no puede faltar que se reconozca explícitamente que todas las personas podrán acceder a a aquellos tratamientos hormonales y quirúrgicos que sean necesarios para adecuar su cuerpo a su identidad de género, requiriéndose únicamente, el consentimiento informado de la persona capaz y legalmente responsable, y reconociéndose, además, el derecho a establecer el tratamiento concreto que necesita, desde el reconocimiento de su autonomía, sin que pueda ser negado o retrasado por motivo de su “irreversibilidad” o por ningún otro motivo. Debe substituirse el requisito previo de diagnóstico psiquiátrico por el principio de actuación bajo consentimiento suficienteme informado de las y los pacentes.
Además, es necesario descentralizar la atención sanitaria específicamente trans. En el momento en que reconocemos que las identidades transexuales son tan legítimas y saludables como las identidades cisexuales, deja de ser justificable el establecimiento de Unidades específicas de atención a las personas transexuales en las que un equipo multidisciplinar de profesionales de diversas areas sanitarias debe colaborar para tratar nuestro raro y complicado trastorno mental, inexistente.
La Comunidad Autónoma andaluza tiene el orgullo de albergar algunas de las facultades de medicina y psicología más prestigiosas de España, y posiblemente del mundo, de modo que no puede caber ninguna duda de que todos los profesionales de psiquiatría y psicología clínica que prestan sus servicios para el Servicio Andaluz de Salud están perfectamente capacitados para ofrecer los servicios de orientación, apoyo e información que precisamos las personas transexuales. Del mismo modo, las terapias de reemplazo hormonal están perfectamente establecidas en Endocrinología y Farmacología, y son de ámplio y público conocimiento entre los profesionales de este sector. Respecto a las cirugías, y conforme a la Orden SAS/1257/2010, de 7 de mayo, por la que se aprueba y publica el programa formativo de la especialidad de Cirugía Plástica, Estética y Reparadora del Ministerio de Sanidad, las competencias básicas del especialista en cirugía plástica, estética y reparadora que los residentes deben haber adquirido al final de su periodo formativo incluyen el tratamiento quirúrgico de la reasignación sexual.
No hay pues, motivo alguno para centralizar la atención sanitaria de las personas transexuales en una única Unidad especializada, obligándonos a desplazarnos cientos de kilómetros varias veces al año, con el consiguiente gasto que estos desplazamientos conllevan para el Servicio Andaluz de Salud, y los consiguientes problemas que tales desplazamientos conllevan también para aquellas personas que deben ausentarse durante un día completo de su trabajo o de su centro de estudios, o dejar inatendidas a sus familias. Por tanto, la atención sanitaria específica para las personas transexuales debería facilitarse en el ámbito de los Ambulatorios, Centros de Especialidades u Hospitales, aunque manteniéndose una Unidad multidisciplinar de Identidad de Genero “como la unidad de investigación y gestión clínica encargada de la recopilación y posterior extensión, para los centros de todo el territorio autonómico, de la investigación científica y la puesta al día constante, en el ámbito clínico, de los avances científicos y tecnológicos en los diversos tratamientos asociados a la transexualidad”,
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