Estaba en el gimnasio, una sala repleta de gente, todos hombres y una sola mujer. Me pregunté por qué no van más mujeres al gimnasio.

Un pensamiento se coló sin querer: «vengo al gimnasio porque soy un hombre». Inmediatamente me di cuenta de que no era verdad. Voy al gimnasio porque me hace sentir bien (las inyeciones de testosterona tienen mucho que ver con eso, todo hay que decirlo). Así que apareció otro pensamiento: «soy hombre porque vengo al gimnasio». Un reconocimiento de que, como con frecuencia hago cosas que generalmente están atribuidas al género masculino, eso indica que yo pertenezco también a ese género. El pensamiento fue descartado de manera fulminante.

«Vengo al gimnasio por diversos motivos. Eso no tiene nada que ver con quien soy.»

Llegar a esto me costó tan sólo diez segundos, tal vez quince, pero si no lo hubiese hecho, seguramente habría sido el preámbulo de una revisión completa de mis hábitos y gustos, más o menos masculinos, más o menos femeninos, no sólo del presente, sino también del pasado, para tratar de descubrir a través de ellos quien soy yo. O, más bien, por qué soy yo. Una revisión que diría que no nos pertenece exclusivamente a las personas trans, sino que quienes no son trans también hacen de vez en cuando para comprobar con qué exactitud se pliegan a los estándares «naturales» de feminidad o masculinidad, y si debería corregir algo, o si, por el contrario, en el fondo se sienten bien no siendo unas barbies cursilonas o unos machotes insensibles (curiosamente ninguno de los estereotipos de género incentiva la inteligencia). Sólo que las personas trans ya sabemos que no cumplimos los requisitos básicos y que, en el fondo, nunca los cumpliremos (por más que haya quien se empeñe en enterrar el pasado, como si hubiese muerto y renacido de manera prácticamente literal), por lo que, para compensar, podemos sentir una cierta tendencia a perfeccionar el rol de género cultural.

Al mismo tiempo, si hemos leido un poco y hemos prestado oidos a otros discursos alternativos (teorías feministas, queer, etc… mal interpretadas), es posible que lo que nos preocupe sea lo contrario: que estemos imitando demasiado bien el rol de género como una forma de sumisión a la norma establecida.

Tanto una idea como la otra son bastante absurdas. Cada cual debería poder hacer lo que quiera, le guste, o necesite, sin recibir por ello un juicio moral, ya sea externo o interno. Parece lógico ¿no? Además, esto ya lo he pensado mil veces, y quizá lo haya escrito por aquí al menos dos o tres veces. Sin embargo, parece que ese pensamiento de autoevaluación aparece de nuevo cuando menos me lo espero. Asumir que soy quien soy, así, sin referencias externas, es una tarea muy difícil.