Recuerdo que cuando iba al instituto, tenía unas clases de «orientación sexual». Creo que eran en 2º de BUP (yo tenía 15 años), y aunque debían ser una hora al mes, robada de las dos horas libres semanales que teníamos en nuestro horario, al final fueron un total de tres clases y va que chuta, pero algo aprendimos. Lo típico, como son los aparatos reproductores, diversos tipos de formas de anticoncepción, cómo evitar el contagio de enfermedades de transmisión sexual, y el monitor trató también de derribar algunos mitos. Llevábamos un buen rato hablando de tópicos, cuando el profesor, a modo de conclusión, dijo: «entonces, según eso, todos los hombres seríamos violadores en potencia ¿no?».

Lo cierto es que, aunque aquel señor negaba que todos los hombres seamos violadores en potencia… lo somos. Al menos, eso me enseñaba mi madre (no te fíes de ningún desconocido, cámbiate de acera, ten cuidado con los hombres aunque parezcan buenos), y los consejos para prevenir violaciones también van en ese sentido (no te subas a un ascensor con un desconocido, si ves que hay un hombre en el parking, vete de ahí y no saques el coche). Total, que en un mundo en el que aproximadamente la mitad de la población son hombres, a las mujeres se las enseña que cualquier varón puede agredirlas si tiene la oportunidad de hacerlo. Todo hombre es un violador potencial.

Las mujeres, en cambio, no. Las mujeres no son peligrosas. También es algo que se nos enseña. Un hombre siempre puede con una mujer. Una mujer nunca va a ser una agresora. Nada malo puede venir de una mujer. Así las cosas, ellas son las ovejas, ellos son los lobos. El reparto de femeninos/masculinos en los nombres de estas especies, probablemente no es casual.

Divago.

Todo esto venía porque hace algún tiempo me ocurrió una anécdota curiosa. Yo tenía un amigo que no me aceptaba como hombre. Lo hcía a un nivel muy superficial, de labios hacia fuera, pero en realidad, el que yo fuese un hombre le molestaba (por motivos que otro día comentaré, porque se lo merecen). Manteníamos un trato cordial, pero al mismo tiempo había una cierta tensión entre nosotros, hasta el punto de que la última vez que le vi me volví a mi casa con ganas de partirle la cara (y escribí un post sobre ello, pero ahora no e apetece buscarlo para enlazarme a mí mismo).

El siguiente contacto que tuve con él fue muchos meses más tarde, y fue unilateral y accidental, ya que en realidad él no quería que recibiese las cosas que escribió, y yo no le respondí para no empeorar la situación, que ya era bastante mala. Él pensaba que me quería tirar a su, por aquel entonces, mujer en trámite de separación.

Lo que me escribió contenía muchas cosas que no merece la pena recordar, ninguna bonita, pero lo que no incluía era ninguna referencia a la feminidad. Sí, en cierto modo, a una falsa masculinidad (se refirió a mí como «alien» y «bicho raro», pero es normal, estaba muy enfadado, si no hubiese sido eso, habría sido otro insulto), pero de repente yo había pasado a ocupar un lugar en la masculinidad por derecho propio, y la causa de ello era que, de repente, me había convertido en alguien «peligroso».

Ahora él y yo teníamos varias cosas en común, entre ellas, las ganas de acostarnos con «su mujer» (en realidad no era suya, pero tardó demasiado tiempo en darse cuenta) y las ganas de darnos de ostias mutuamente. Suerte que hay varios cientos de kilómetros de por medio, porque una cosa es tener ganas de pegar a alguien, y otra muy distinta, estar dispuesto a hacerlo de verdad… al menos por mi parte. Estoy seguro de que aunque des más que recibes, alguna ostia te llevas, y las que te dan te las quedas. No merece la pena.

Aclaremos las cosas: no quiero pegar a nadie, ni voy a hacerlo, ni amenazo con hacerlo. Y, sin querer desmerecer a la chica en cuestión, que es una de mis mejores amigas, lo cierto es que nunca he pensado en ella como posible pareja, lo cual es muy bueno porque ella tampoco piensa en mí de esa forma.

La cuestión es que la agresividad y el peligro están tan relacionados con la masculinidad que la combinación mujer-agresiva o mujer-peligrosa parece imposible. Como mucho podemos pensar en mujer-histérica, pero reconozcámoslo, la histeria es la prima fea, despreciada e infravalorada de la agresividad. La histeria está divorciada del peligro y casada con la banalidad y la estupidez.

El caso es que he tenido que aprender a acercarme a las mujeres con cierta precaución, porque algunas se sobresaltan, y eso me disgusta. No es agradable que te consideren un violador en potencia. También me he dado cuenta de que las mujeres, quizá en un gesto instintivo de autoprotección, necesitan tener más espacio vacío a su alrededor para sentirse segura, mientras que los hombres, tal vez conscientes de que en caso de problemas tendrán más posibilidades de defenderse, necesitan una distancia mucho menor.

Eso provoca una dinámica curiosa en los grupos: los grupos de hombres son mucho más cerrados, y frecuentemente se tocan entre sí para dar más énfasis a lo que dicen. Los grupos de mujeres son más abiertos, porque ellas están más alejadas las unas de las otras, y en lugar de tocarse, ponen el énfasis en un lenguaje corporal mucho más gestual, con entonaciones de voz más ricas. En grupos mixtos, da la sensación de que las mujeres «ceden» espacio a los hombres, y de que están tensas, mientras ellos se encuentran en su salsa. ¿Resultado? Ellos adquieren una posición de liderazgo.

Curiosamente, este comportamiento se invierte en el ámbito privado, donde las mujeres ganan confianza en si mismas, y los hombres se sienten 50% pez fuera del agua y 50% imbéciles.