Hoy voy a permitirme robarle a Ariovisto su estilo metafórico, por una vez.

En Ecuador no tienen dioses que se encarguen de cambiar de estación, pero en España sí los hay. Cada año, en verano, el sol hace horas extra y nos achicharra sin piedad. La tierra, exahusta, queda yerma y seca. Nuestros bosques arden por los cuatro costados, el interior de la península se vacía y las playas se llenan. El infierno no nos espera en la otra vida, sino en esta, y no entendemos que clase de pecados hemos cometido para merecerlo.

Hace mucha calor. Pero mucha.

Yo tengo la suerte de estar en la playa. De la puerta de mi casa a la arena no hay ni veinte metros de distancia. Y un poco más lejos, el mar. Me doy un chapuzón y me congratulo de que este año las medusas no nos están fastidiando el baño. Me meto debajo de la sombrilla, porque sé que si me quedo bajo el sol, me voy a quemar como una tostada que ha estado demasiado tiempo bajo el grill del horno.

La otra sombrilla, la que usaba para protegerme de las palabras de mis padres, la cambié por un pasaje de avión a Quito. Hice una apuesta conmigo mismo y me arriesgué. Si las cosas salían bien, no volvería a necesitar esa sombrilla, pero si salían mal, tendría que afrontar un futuro donde probablemente sí me sería necesaria y no podría conseguir otra con facilidad.

Así que aquí estoy, en la playa y sin sombrilla, con lo que pica el Lorenzo. O la Elena, que también hace bastante daño. Es el sol del no reconocimiento, que no necesita hacer nada para vencerme, como el otro sol vence a las tierras españolas. No tiene que hacer más que caer. El insulto («estás loca», «distorsionas la realidad»), el saberme un adefesio ante sus ojos («eras una mujer guapa, y ahora…»), el ser motivo de vergüenza («la gente te mira raro», «¿cómo voy a sentirme orgullosa de ti?»), la desvaloración («no haces nada», «al menos podías darme una alegría»), la seguridad de que ellos hacen lo correcto («te trato como te he tratado siempre, yo lo estoy haciendo bien», «es el nombre que te puse, nadie elige su nombre»), y sobretodo la incomprensión («tú no puedes ser feliz viviendo así, eso es imposible», «no me creo que seas feliz de esta manera»).

Así que me voy quemando, como un nórdico tumbado en la playa a las 2 de la tarde. Me pongo rojo como un cangrejo, y no se me pasa cuando el sol deja de lucir. La ropa me escuece y me despellejo como una lagartija. Paso mucho tiempo pensando en cómo combatir estas quemaduras. Me pregunto cuantas horas de exposición al sol se pueden soportar antes de desarrollar cáncer de piel.

A veces quedo con mis amigos, y por un rato vuelvo a ser «Pablo» y vuelvo a ser «él». Dejo de ser «Elena» y «ella». Es como echarse aftersun después de la ducha, agradable y refrescante, pero provisional, porque el mejor medio para no quemarse es no ponerse debajo del sol. Cuando uno se pone el el aftersun, el daño ya está hecho.

Hoy me he acercado a una de las duchas que están en la playa. Una mujer limpiaba sus cosas de arena, mientras con un ojo vigilaba a dos niños que estaban jugando en la ducha. No eran del pueblo.

– Niños, apartáos que el señor se va a duchar – pero los niños no hacían caso, así que repitió -. Niños, venga, dejad que se duche este muchacho.

Le di las gracias con una sonrisa, pero no era por apartar a los niños de la ducha, sino porque, por un momento, ella ha sido un trocito de sombra en mi verano privado.

Cuando estaba en Ecuador y mi madre me rogaba que volviese, pensé que las cosas habían cambiado y que estaba dispuesta a aceptarme y reconocerme. Que ella me pidiese que volviese fue el principal motivo para mi regreso. Ahora veo que no ha cambiado nada, y que no está más dispuesta que antes a aceptarme o a quererme como soy. Una vez más, soy demasiado confiado.

Una vez más veo que esta historia no tendrá un final feliz.