Dentro de unas horas sale mi avión de vuelta a España. Me voy sin ganas de irme, porque me gustaría quedarme aquí, aunque también tengo ganas de volver a ver a mis amigos, a la familia, de bañarme en la playa, y de volver a estar en Granada, aunque la ciudad en verano se convierta en un desierto caluroso, prácticamente inevitable.

Cuando pienso en Granada puedo ver los Jardines del Triunfo con sus fuentes, la vista que había desde el balcón de mi casa, desde donde veía el Hospital Real, que no es un hospital, sino el vicerectorado de la Universidad de Granada, y la Alhambra, y más lejos aún, Sierra Nevada, esa cordillera de montecitos bajos, que tan altos me parecían antes… Cuando aún no había vivido a los pies del Pichincha.

En los cuatro meses que he estado en Ecuador he cambiado mucho, por dentro y por fuera. Las hormonas han cambiado mi cuerpo rápidamente: la voz, la cara, la forma de las caderas, más cantidad de vello y mucho menos cabello. Me paso la mano por la cara y puedo notar ya algo de barba. El afeitado ya es necesario.

Sin embargo, Ecuador me ha cambiado por dentro de una manera mucho más profunda que los cambios que llevo por fuera. Podría escribir y escribir durante horas, y seguro que me dejaba mucho por decir.

Voy a echar de menos no tener que depender de que una psicóloga diagnostique mi identidad de género, y que no existan leyes que protejan de manera específica a las personas transexuales. Por otra parte, en España existe mayor seguridad física. Se puede ir por la calle a las ocho de la noche sin miedo. Incluso a las 10 de la noche. Hasta las 12, si me apuras.

Voy a echar de menos muchas cosas, por eso quiero pensar que podré regresar a Ecuador, y por eso, en vez de adiós, prefiero decir hasta luego.