Desde la Casa Trans se ve un teleférico que sube por la ladera del Pichincha hasta arriba del todo. En realidad no es la cima de la montaña, ya que una vez que estás allí puedes seguir subiendo, pero sí que es el punto más alto que se ve desde Quito. Cuando uno está abajo, la subida parece bastante impresionante, pero no es nada comparado con lo impresionante que es cuando subes de verdad.

Inicialmente el precio del viaje me pareció un poco caro: 4,50$ los ecuatorianos, y 8,50$ los extranjeros. En el grupo íbamos tres extranjeros y tres ecuatorianos, así que intentamos que cada uno de los ecuatorianos comprase dos entradas, la suya y la de una de los extranjeros. Fue una estrategia que en el pasado dio resultado, pero el hombre que estaba ese día en la caja estaba más avezado y nos pidió las cédulas de identidad, con lo que no quedó más remedio que los que somos de fuera pagásemos religiosamente lo que era menester.

Las cabinas eran para seis pasajeros, así que cupimos todos. El día anterior habíamos estado lanzándonos de un lado a otro de montañas altísimas en canopi (tirolina), así que ya estábamos un poco curados de espanto respecto a las alturas. Aún así, cuando aquello empezó a subir, a subir, y a seguir subiendo, todos nos pusimos un poquito nerviosos y decidimos que lo mejor era que no nos moviésemos mucho, sólo por si acaso. Hacia la mitad del recorrido se nos empezaron a taponar los oídos por la diferencia de presión.

Lo primero que noté al llegar fue que el aire era liviano, ligero, falto de alimento… como fumar tabaco ultralight en comparación con el tabaco normal (nota: dejé de fumar hace ya muchos años, lo que no significa que se me haya olvidado). Respirabas y era como que te quedabas con ganas de respirar otra vez. Como después de hacer una comida de régimen, que te quedas con ganas de comer de verdad. O de respirar de verdad, en este caso.

Eso se debe a que nos encontrábamos a 4.100m de altura, y eso son muchos metros. Si Quito está a 2.830m, habíamos subido 1.270m en un ratito. En la estación de llegada había un “bar de oxígeno”, y varias cafeterías que ofrecían te de coca para ayudar a pasar el malestar provocado por la altura. También habían varios carteles de advertencia para las personas mayores, enfermos del corazón, niños, etc, y un puesto en el que te tomaban la presión sanguinea por 0,50$. Yo debía tener algo de mala cara, porque mis amigos insistieron en que me tomase la tensión, a ver como estaba. Por mi parte no me apetecía mucho, ya que sabía que la medición iba a salir mal. Estaba ligeramente mareado y creí que tendría la tensión alta. Me equivoqué: en realidad la tenía por los suelos, a 80. La chica que me la tomó se quedó bastante preocupada y me dijo que comiera algo, que tomara te de coca, y que caminase muy despacio. Otro de los compañeros también se la tomó y le salió un pelín alta, estaba a 140.

Con mi tensión por los suelos, y consciente de que en el momento menos pensado me podía desmayar, acompañé a mis amigos a caminar por la estación. Habían varios miradores a la altura del punto al que llegaban los teleféricos, y otros un poco más lejos y aún más arriba. Por supuesto, subimos hasta arriba del todo.

Las vistas eran impresionantes. A esa altura uno ve pasar a los aviones que van en dirección a Quito desde arriba. Ves el techo del avión. También ves la ciudad prácticamente entera, y si te das la vuelta, la cima de la montaña, que en realidad es un volcán. Desgraciadamente, el día estaba un poco nublado, y la montaña no se veía del todo, pues las nubes la ocultaban.

A 4.100m de altura, las nubes están muy cerca, pero la cima del volcán estaba más alta todavía. Y hace mucho frío. Por suerte estábamos avisados y llevaba jersey, chaqueta, braga para el cuello… como en febrero en Granada, más o menos. Todavía contento, ya que esa misma altura en casi cualquier otra latitud sería zona de nieves perpetuas.

Después del paseo fue cuando por fin me tomé el te de coca que me habían recomendado, pero no puedo decir que me hiciera mucho o poco efecto, porque unos minutos más tarde cogimos el teleférico de bajada.

¡Que alivio regresar a Quito y volver a respirar con normalidad! Lo cierto es que después de subir en el teleférico he notado que mis problemas con la altura han mejorado bastante, aunque creo que en realidad ya iba tocando que empezase a acostumbrarme, pues en ese momento llevaba como semana y media aquí. Ahora llevo dieciséis días y ya puedo moverme con libertad, aunque una actividad física más o menos intensa me quita la respiración, y subir la cuesta de La Gasca (la calle principal de la zona donde vivo) todavía puede conmigo a veces.