El nombre que yo usaba antes, el que me pusieron mis padres, me gustaba. Lo cambié porque sentía que no me pegaba, que no iba conmigo, y, además, porque me gustaba más Pablo. Con el nombre de Pablo sí me siento identificado.

Me dió un poco de pena cambiar de nombre, pero por otra parte, me gustó hacerlo. No es que dejase atrás algo que me molestaba, sino que avanzaba hacia algo que era todavía mejor. Pensaba que no acabaría peleado con mi nombre.

Lo que yo no había calculado es que el viejo nombre terminaría por convertirse en el símbolo de muchas cosas. El viejo nombre está ahora cargado de recuerdos, algunos alegres y otros amargos, y cuando pienso en él es como si abriese un album de fotografías, de esos que nos da un poco de morriña mirar. Pero también es la bandera de quienes no me aceptan. Después de más de un año, todavía llegan cartas a ese nombre (y lo que me queda), puesto que el estado no me permite cambiar de DNI. Eso significa que los bancos, las facturas telefónicas, la seguridad social, hacienda, el Servicio Andaluz de Salud (incluidas las cartas que me llegan de la UTIG), etc… me conocen por el viejo nombre. El estado no me reconoce como hombre, sus organismos, tampoco, y las empresas privadas sólo reconocen lo que el estado les diga que tienen que reconocer.

Pocas personas me llaman por ese viejo nombre. Algunas de estas personas lo hacen, simplemente porque no saben que otro nombre usar. Es sorprendente cuanta gente conoces… Para todos ellos, no soy Pablo. No saben quién soy en realidad.

En mi familia, también hay quien utiliza el viejo nombre. Mis padres todavía no tienen fuerzas para ello, pero confío en que lo conseguirán. Otros, se lían un poquito, aunque ponen de su parte, y otros, simplemente, no se han querido dar por enterados de que no soy una mujer.

Entre todos lo único que consiguen es que empiece a pensar en ese viejo nombre como si fuese mi nombre de esclavo. En los EE.UU. el estado daba una casa y un trocito de tierra a los indios que renunciaban a su nombre de indio por un nombre inglés, y se ponían las ropas de los ingleses. De algún modo, siento que conmigo se quiere hacer lo mismo.

El viejo nombre se convierte en un arma. Se puede esgrimir contra mí para hacerme mucho daño, para negar mi identidad. No me extraña que otras personas trans lo sepulten en el olvido y no quieran acordarse de como les pusieron sus padres.

Entre las personas trans, de hecho, se considera un gesto de confianza que alguien te diga el nombre que usaba antes, y es algo que casi nadie pregunta, porque en realidad a nadie le importa. Me parece que quienes no son trans, no son del todo conscientes de la enorme carga simbólica que puede contener el viejo nombre. No se dan cuenta, a menos que se lo diga, de que es un tema sensible, al menos para mí.

Aún así, me sorprende el uso que hacen los periodistas de los nombres antiguos de las personas trans. «Concepción quería ser Roberto», o «Antonio se ha sentido mujer desde los cuatro años». ¡No era Concepción! Sin duda, tampoco es Antonio. El desprecio con el que se utiliza ese dato me parece alucinante, y supongo que sólo se explica desde la ignorancia. Nadie sería capaz de hacer tanto daño por un poquito de dinero ¿verdad? Aunque después de ver los muertos apilados en Haití, empiezo a dudarlo.

Pero el viejo nombre también puede ser un arma de doble filo. Después de todo, si alguien se atreviese a decirme que yo no soy un hombre, siempre podría responderle que puede que tenga razón y puede que no, pero que al menos, a diferencia de esa persona, yo ya he dejado de llevar mi nombre de niño. En cierto modo, entiendo el motivo por el que, en muchas culturas, es costumbre cambiar de nombre al llegar a la edad adulta.