A veces me leo o me oigo algunas cosas que escribo o digo, y alucino. Me sueno a eufemismo barato, a políticamente correcto, a rancio e institucionalizado, y a discusión de sobremesa, de esas que cuando acaban ya has arreglado el mundo.
Me refiero a cuando utilizo * en lugar de las terminaciones de género «a» y «o», a cuando digo «diagnosticado como mujer/hombre al nacer», «subversión», «despatologización», «transfeminismo», «binarismo», «hombre/mujer difuso»… ¡La leche! Si parece que hablo en chino.
Hasta el día de hoy, sólo he conseguido escuchar a una persona pronunciar palabras acabas en *, como «cansad*» o «content*». Esa persona es mi madre, y para mi sorpresa lo ha hecho varias veces durante estas navidades al dirigirse a mí, lo cual me alegra mucho, pues significa que está haciendo un esfuerzo importante, y además, que alguien se dirija a mí usando * me parece casi siempre aceptable (excepto cuando lo hacen para recalcar que, en realidad, no soy ni hombre ni mujer porque soy trans, y, por tanto, no es correcto usar la «o» conmigo). Por otra parte, mi madre puede hacer cosas que la mayoría de la gente no puede, como ponerse a fregar los platos después de una copiosa comida familiar, regada con abundante vino, sin previa siesta ni descanso, y, por tanto, que ella pueda verbalizar los * no significa que sea algo al alcance de todos los mortales.
Los otros palabros… Pues la verdad es que me gustan. El problema es que yo sé como suenan en oidos de otras personas. En oidos de otras personas suenan a «vamos a usar otras palabras para decir lo mismo que estábamos diciendo antes con las palabras que habían, pero llamando la atención». El problema es que no es esa la cuestión. No es que no queramos usar ciertas expresiones por una cuestión semántica o eufemística, y por eso tengamos que inventar otras nuevas. Es que las palabras que hay no transmiten lo que queremos decir.
Por ejemplo, saliendo del tema trans, hace un tiempo leí que las personas con una discapacidad prefieren que les digan «discapacitados» en lugar de «minusvalía». En ese momento yo pensé que es una tontería, puesto que, en realidad, ambas palabras son sinónimos, y, simplemente, me pareció otro eufemismo más, políticamente correcto, de esos que adoptas porque no quieres molestar a nadie, y tanto te da usar una palabra como otra. Posteriormente, pensándolo bien, me di cuenta de que la palabra «minusvalía» indica una disminución del valor. Al decir esa palabra, no sólo decimos que una persona con una «minusvalía» no pueda valerse por si misma en un area concreta – de hecho, sí que pueden valerse la mayoría de ellos, aunque con mayor esfuerzo y con ayudas técnicas… pero se valen ¿no? Yo tampoco puedo levantar a pulso un coche, pero si tengo un gato, entonces sí que lo levanto -, sino que, además, valen menos que los demás porque son «minusválidos». En cambio, al decir «discapacitado» estamos señalando que carecen de una cierta capacidad, lo cual no significa ni que no puedan valerse por si mismos, ni que valgan menos que otros. La substantivación del adjetivo «discapacitado» para referirse a ellos, también me parece cruel. Es negar todas las demás características de la persona y centrarse tan sólo en una, y además, en una que es negativa. Si eres discapacitado, ya no eres ni hombre ni mujer, ni tienes profesión, ni eres joven o viejo. Eres «un discapacitado», igual que eres «un transexual». El resto de las cosas que puedes ser, ya no tienen importancia. Es como si un titular de un periódico dijese: «una rubia gana el premio nóbel de física». En realidad, lo único que importa es que la persona sea rubia.
No sé explicarlo de manera mejor para que se entienda que usar la palabra «minusválido» para referirse a alguien debe resultar doloroso. Además, es algo con lo que todos debemos tener cuidado, porque la discapacidad está al alcance de cualquiera. Un accidente de tráfico, una mala caida, una enfermedad y… ¡Bingo! ¡Bienvenido al mundo de la discapacidad! Cualquiera de nosotros puede estar discapacitado mañana, así que es mejor que vayamos aclarándonos las ideas al sobre si son o no son «minusválidos», después de todo.
Con ciertas expresiones pasa lo mismo. Por ejemplo, con los *, las «X», o las @, que son los signos que he visto usar con más frecuencia para expresar la diversidad de género en español. Que tontería ¿verdad? Si el español ya tiene un «género» neutro para referirse a hombres y mujeres al mismo tiempo… Lo que pasa es que ese género neutro, coincide «casualmente» con el masculino. Sin embargo, el idioma es así, y nos sirve para entendernos, así que ¿para qué lo vamos a cambiar?
Lo que pasa es que el idioma no sólo sirve para entendernos, sino que lo usamos también para describir el mundo que nos rodea. Lo que no sabemos nombrar, no existe, y lo que existe, lo nombramos. Además, en realidad, el idioma español «no es así». De toda la vida, desde siempre, a la hora de referirnos a auditorios se ha dicho «señores y señoras». ¡Desde siempre! El Cantar del mío Cid, que no es precisamente modernillo, dice:
» Ya entra el Cid Ruy Díaz por Burgos;
sesenta pendones le acompañan.
Hombres y mujeres salen a verlo,
los burgaleses y burgalesas se asoman a las ventanas:
todos afligidos y llorosos.
De todas las bocas sale el mismo lamento:
¡Oh Dios, qué buen vasallo si tuviese buen Señor! «
Así que ya se ve que no es tan raro eso de referirse a hombres y mujeres, nombrando explícitamente a cada uno de ellos. Hay otra cuestión de fondo, y es que el uso del «masculino neutro» hace invisibles a las mujeres. La excusa de que «es que el idioma es así» deja de valer cuando en una reunión en la que hay una mayoría de mujeres, si alguien habla en femenino para referirse al a comunidad, siempre alguno de los hombres presentes acabará diciendo «oye ¿y nosotros qué?». Parece que nosotros sí tenemos derecho a sentirnos excluidos del «femenino neutro» que a veces se utiliza de manera natural, pero ellas no, que se jodan. Y de las personas que no se consideran ni hombre ni mujer, o ambas cosas a la vez, u otra cosa totalmente diferente, ya ni hablamos. Que se jodan también.
Añado que, dentro de todo esto, también hay que conocer un poquito el idioma para plantear «usos alternativos del lenguaje» que no resulten ridículos. Hay palabras que no tienen masculino y femenino, sino un sólo género. Las miembras de la asociación de taxistos andaluces estarán en desacuerdo conmigo, claro, pero tanto los brazos como las piernas son miembros del cuerpo de una persona, es decir, que las piernas no son miembras del cuerpo… Por otra parte, todavía no he escuchado decir a ningún señor «yo es que soy taxisto». El día que lea la frase «Lorca, el famoso poeto granadino…», me arrancaré los ojos con una cucharita de café.
El resto de términos y expresiones como lo de «diagnosticado mujer al nacer» (esa me encanta, de verdad, la uso muchísimo) en lugar del típico «nací mujer», que es odioso, son más de lo mismo. El problema es que estamos usando un lenguaje habitual para referirnos a cosas que no lo son. Yo no nací mujer, y en realidad, dudo mucho que nadie lo haya hecho nunca, pero a la gente esa expresión le basta para entender un cierto concepto. Sin embargo, ese concepto a mí me duele. Si me dicen que «nací mujer» se está asumiendo que la identidad está determinada por la biología desde el nacimiento, cosa que yo no admito, porque mi vivencia es otra. Hay muchas personas que «nacieron mujer» y siguen considerándose como tales, y a mi me parece que, en realidad, son indignas de recibir ese nombre, por más que menstruen cada mes. Casi no se merecen ni el nombre de «ser humano». Decir que el médico dijo que eran mujeres y que, desde entonces todo el mundo se lo ha creido (o no se lo han creido) es mucho más preciso y acertado, y se corresponde con mi experiencia. No estoy, por tanto, usando un eufemismo, ni siendo políticamente correcto. Tan sólo digo lo que quiero decir.
Cuando uno se cae al suelo y lo explica, todo el mundo puede extrapolar y comprender qué es lo que le ha pasado. No es necesario explicar todos los sentimientos y handicaps que el dolor produce (como, por ejemplo, la incapacidad para mover la parte dañada, o la sensibilidad a la presión). Hacen falta muy pocas palabras para decir ese «¡Ay, me duele!». Las personas trans, así como las personas discapacitadas, y tantas otras personas con una circunstancia poco común, necesitamos más palabras para explicar lo que nos ocurre, puesto que los demás carecen de experiencia para extrapolar y comprender, aunque sea racionalmente, nuestra situación. Necesitamos palabras nuevas.
Lo malo es que esas palabras no suenan bien. ¡Suenan fatal! En realidad, creo que esto del lenguaje «políticamente correcto» es una simple cuestión de marketing y creatividad. Muchachada Nui inventan palabras constantemente, y a nadie le suenan mal, sino al contrario, son divertidas, frescas, hacen un uso creativo e inteligente del idioma desde un profundo conocimiento de este. Son palabras que sirven para explicar conceptos complejos y difusos.
Tengo un amigo que da clases de esgrima histórica y está pensando en incluir la palabra «catacroquer» en los manuales de esa disciplina. Dice que en sus clases, cuando, tras una larga explicación ve que alguien no ha comprendido lo que le quería decir, hace la siguiente recapitulación: «mira, haces así y asá, y cuando llegas a este punto, haces un catacroquer». No falla, todo el mundo lo entiende. O, por ejemplo, cuando quiere referirse a una gran cantidad de comida barata y de baja calidad, utiliza la palabra «cebatina». Yo nunca la había oido, pero entendí a la primera que era lo que quería decir. Más tarde escuché de nuevo la palabra «cebatina» en el video de Muchachada Nui (en el minuto 2:20) que enlazo un poco más abajo, y que, por cierto, es buenísimo.
Después de hablar con este amigo, he acabado totalmente convencido de que lo que tenemos que hacer es pedir a Muchachada Nui que también hagan palabras nuevas para nosotros. A lo mejor al final terminaban sonando también a eufemismos baratos, pero por lo menos, serían eufemismos más divertidos.
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No hay que obviar el componente «intención del hablante», y como en otras cosas, la presunción de «buena intención» se debe suponer. Es evidente que en la frase «A lo largo de la Historia los hombres han provocado inumerables desgracias, catástrofes e injusticias», debería añadir «y las mujeres», pero mi intención en ese momento no es menospreciar ni marginar a nadie, sino hablar de Historia. Hay quien juega con estas cuestiones con amfibología irónica, pero esa gente ya se desprecia por su comportamiento: el lenguaje es algo más que tal vez corona un comportamiento hiriente y del todo censurable.
De todos modos me gusta la propuesta de tu madre, amig*.
Un abrazo, amig* Pablo. 🙂
Decía un bloguero hace un tiempo que el matrimonio entre hombre y mujer era el único «natural». Yo le cuestioné la afirmación, pues nada hay de natural en un compromiso de carácter social. Y me lo explicó: según él, a lo largo del tiempo las sociedades han ido evolucionando libremente y se ha llegado a soluciones, como el matrimonio hombre-mujer, que son las «naturales». Según esa forma de ver las cosas, forzar un matrimonio entre personas del mismo género va contra las soluciones tradicionales, que son las «naturales».
La falacia está en que la misma legitimidad tiene una decisión tomada hace 1000 años (o los que sean) estableciendo quién se puede casar, que la decisión tomada ahora. Tan influenciados por lo políticamente correcto estaban entonces como lo estamos ahora, tan libres de pecado lo estaban entonces, como lo estamos ahora. Y yendo al grano, que es lo mío, decir que las cosas, como el lenguaje, están bien porque se llevan haciendo de una determinada manera cientos o miles de años, es un argumento que no me parece aceptable.
Y otra cosa es lo de miembras, jóvenas, periodisto y víctimo, que me parece algo de estúpidos. Si a nadie le resulta raro ser periodista, aunque se sea hombre, es del género tonto hablar de miembra porque eres mujer.
Por otro lado, como dice ariovisto, el que habla de «todos y todas», o de «todas» habiendo hombres presentes, el mensaje que quiere transmitir es que está movilizado políticamente, y en ese momento está haciendo política, independientemente de lo que esté hablando. Quien mete la política en ciertos ámbitos actúa de forma improcedente y puede provocar el rechazo de otras personas. El que mete la política donde no se debe es un radical. Si en una reunión de la comunidad de vecinos alguien habla de «todos y todas», ¿qué busca?
Despatologización es una palabra para premio. Supongo que si se usa es porque no se ha encontrado una alternativa.
No creo que haya otra forma de decir que ha de dejarse de considerar enfermedad (transtorno psiquiátrico, mejor dicho)una conducta o circunstancia, en una sola palabra («palabro», más bien).
El tema es delicado, porque se pretende la despatologización, pero no la desmedicalización de la transexualidad, transexualismo o disforia de género.
Y si deja de considerarse enfermedad, ¿por qué habrían de intervenir los médicos?… O dicho de otra forma: si seguimos queriendo/necesitando que se nos apliquen los tratamientos médicos, ¿qué más nos da que se le llame enfermedad o no?… y siguen diciendo: la homosexualidad se despatologizó en su día, pero los homosexuales no requieren ninguna intervención médica…
Lo que realmente se quiere conseguir es que se considere la transexualidad-transgénero-disforia como una realidad natural alternativa, nada más que otra forma (minoritaria, pero no patológica)de presentar un desarrollo cerebral normal; pero que, sin embargo, genera un intenso dolor y desadaptación en la persona al socializarse, por el rígido código social de género actual (binarista y excluyente), y entonces es cuando se requiere la intervención de la medicina.
¿Qué medicina? ¿cuáles tratamientos?…la modificación artificial del cuerpo para adaptarla a ese código binario excluyente, ¿es lo que necesitamos en realidad?, ¿no estamos con esa aceptación expresa de la «normalización» químico-quirúrgica de nuestros cuerpos, aceptando de hecho que no eramos normales antes, que sufríamos una patología?…
El tema es delicado, y nosotr*s somos l*s primer*s en caer en contradicciones poco realistas…
Besotes mil, Pablo! (y desahógate a fondo!!)
Ángela.
Pues sí, somos los primeros en caer en contradicciones… Pero supongo que el hecho de «ser hombre y sentirte mujer» o vicebersa ya es una contradicción de base. Para que no hiciese falta tratamiento médico, y de camino, para que pudiésemos dejar de contradecirnos, quizá habría que eliminar esta idea inicial. Entonces todo estaría bien.
Claro, querido Pablo, pero es que esa contradicción que planteas no es nuestra.
Si la sociedad dice que yo «soy hombre», yo sé que nunca lo he sido. No hay contradicción en mi convencimiento de que, pese a que he sido al nacer y soy todavía identificada como un hombre (según los parámetros del código binarista de sexo-género), mi mente y mi corazón me dicen que ni lo era, ni lo soy.
Sí habría contradicción (creo yo) en que yo mantenga que ese código binarista es falaz y que nuestra mera existencia es prueba suficiente de ello, y sin embargo demande imperiosamente que mi cuerpo sea médicamente asimilado, lo más «perfectamente» posible, a uno de esos dos sexos-géneros, con cargo a las cuentas públicas.
¿De verdad dejaremos (tod*s) de necesitar que nuestros cuerpos cambien, en cuanto la sociedad reconozca que no es cierta la rígida división de la humanidad en solo dos géneros?
Una persona que tiene una cicatriz en la cara puede requerir intervención médica (estética) y nadie piensa en ella como en una «enferma». Sí es paciente, pero no enferma.
No termina de convencerme que la «problemática trans» sea de índole social, por culpa del binarismo imperante. La gente sufre por culpa de la intransigencia, pero eso no te lleva a buscar la hormonación ni las intervenciones quirúrgicas. ¿Me equivoco? Pensar que sin la presión social un hombre encerrado en un cuerpo de mujer no querría cambiar físicamente es muy similar a pensar que el que pide un cambio de sexo no sabe lo que hace y tiene un problema mental. Si la presión social fuese la causante…
Pido perdón si mi reflexión molesta a alguien. Hablo de cosas que no me atañen, lo sé.
No creo que nadie se pueda sentir ofendid* por tu reflexión.
El problema de la transexualidad sí es social, en tanto en cuanto es la sociedad la que te identifica de una forma, y te obliga a comportarte conforme a lo establecido socialmente para ella, a veces brutalmente.
Lo peor de la transexualidad es que el concepto «sociedad» suele incluir también a tu familia, a tus seres más queridos. Si lo comparamos con el racismo (afortunadamente, hablo del pasado), la persona que era obligada a un comportamiento doloroso y humillante por el color de su piel, su religión o su procedencia, solía tener al menos el apoyo y el refugio de su familia o de su comunidad. La persona que descubre que es transexual (desafortunadamente, hablo del presente), no tiene casi nunca ni siquiera ese refugio, ese apoyo, y eso suele suceder cuando no eres más que un/a niñ*. Es más, las heridas más profundas te las inflinge tu propia familia (excepto contadas y hermosas excepciones, que hacen que se le llenen los ojos de lágrimas a cualquier trans al conocerlas).
Si a los adultos nos cuesta que los no-transexuales entiendan la intensidad de nuestro sufrimiento, imagínate a los niños…
El nuestro es un problema de salud, no estético, y nos interesa, mucho, que nunca llegue a considerarse como si fuera una mera cicatriz (por utilizar tu ejemplo).
Se me ha olvidado decir que, en el caso de l*s que tenemos cierta edad (e imagino que en tod*s l*s que nos precedieron), existe además lo que se conoce como la «interiorización del estigma» (por fortuna, en las personas trans más jóvenes no suele darse ya con tanta frecuencia).
Esto significa que (por la presión del entorno)llegas a negarte a ti mism* y a creerte que no eres transexual, con lo que obtienes que en realidad no eres nadie. Tú eres tu propio juez y tu propio verdugo; los años de sufrimiento se amontonan hasta que por fin te aceptas, pero, desgraciadamente, son muchas las personas que se suicidan antes…
Ya sé que esto suena muy dramático, y no es mi intención ser victimista. No me estoy inventando nada. Solo quiero «ilustrar» la importancia real que tiene la sociedad (y eso nos incluye) en nuestros problemas.
En Manabí, una provincia de Ecuador, los hombres trans ni se hormonan, ni se operan. Se consideran a si mismos «varones con pechos», y conciben, gestan y paren a sus hijos biológicos con toda naturalidad, sin dramatismos. Se parten de risa cuando en la tele sale «Thomas Beatie, el primer hombre embarazado», puesto que allí, en Manabí, hay hombres que han estado embarazados a montones.
Resulta también que en Manabí, si una mujer decide que prefiere ser un hombre, simplemente lo comunica a su familia, y les dice cual va a ser su nombre masculino. A partir de entonces, todo el mundo les llama por ese nombre, y ya son hombres. ¿Qué problema hay? Algo similar ocurre con l*s «dos almas» de las tribus indias canadienses.
Creo que esta situación es suficiente para ilustrar que, en efecto, la sensación de «desalineamiento» entre cuerpo y mente que tenemos es de origen social. Y es que la «sociedad», además de incluir a nuestras familias y seres queridos, nos incluye a nosotr*s mism*s. Es difícil escapar de eso.
El ejemplo de la cicatriz no es más que un caso de persona que necesita atención médica pero que no es una enferma. Ni he pretendido comparar ambas problemáticas, sino cuestionar la asociación «necesita atención médica»-«es un enfermo».
¡Ah! Eso sí, en eso te tengo que dar toda la razón. es más, es un ejemplo perfecto.
Y yo lamento haberte dado la impresión de que te estaba recriminando la expresión.
Es más, creo que es un ejemplo perfecto de lo que pensará el 99,99% de la población, si al final se consigue la despatologización (lo malo es que no sabemos qué se derivará de esa percepción social).