Durante este puente (díás 5, 6 y 7 de diciembre) se celebraron en Granada las Jornadas Feministas Estatales, para las que l*s componentes del grupo Conjuntos Difusos habíamos preparado varias actividades.
Inicialmente estábamos entusiasmad*s con ir a las Jornadas a llevar nuestra idea, que esperábamos que fuese muy liberadora para todos aquell*s a l*s que llegase. Creíamos que se trataba de una idea que podía producir una intensa transformación interna para las personas.
A medida que íbamos desarrollándola, nosotr*s mism*s empezamos a notar que nos estábamos cambiando por dentro. Intercambiábamos ideas y experiencias vivenciales, y, no sé los otros, pero yo personalmente sentía que por fin había encontrando justo el lugar donde quería llegar, y en el que poder crecer sin miedo a los cambios que este crecimiento pudiese traer consigo.
Debía ser verdad que nuestras ideas aportaban un cambio, incluso quizá más de lo que éramos conscientes, puesto que poco a poco empezaron a surgir voces que decían que nos estábamos pasando un poco. Las teoría de Conjuntos Difusos parecían amenzar las convicciones de los sectores más conservadores de la organización.
Empezamos a tener un poco de miedo. Aunque inicialmente se había planteado que las Jornadas iban a estar abiertas a todo tipo de personas, comenzaba a surgir con fuerza la propuesta de que no pudiesen asistir hombres. ¡Que injusto y discriminatorio! ¡Que sexista! ¿Cómo podía mantenerse esa idea tan antigua en pleno S. XXI? ¿Cómo esperaban las feministas poder hacer algo si discriminan a la mitad de la población? Y, aún más: ¿cómo íbamos a hacer los hombres que formábamos parte del grupo Conjuntos Difusos para ir a las Jornadas?
También surgieron otras dudas. ¿Cómo íbamos a hacernos oir? ¿Y si nos convertíamos tan solo en «la anécdota de las Jornadas»? Nos veíamos como una gota de agua entre el mar del feminismo, así que empezamos a buscar amigos.
Las ideas que teníamos debían ser bastante buenas, porque muy pronto empezamos a encontrar a estos amigos. Algunos se acercaron ellos solos, y a otros los invitamos y se interesaron. Teníamos ilusión y preocupación a partes iguales.
Una persona del grupo, que al mismo tiempo formaba parte de la Asamblea de Mujeres de Granada (y a quién no voy a nombrar, ya que no estoy del todo seguro de que quiera ser nombrado, aunque le llamaré A.) tuvo la ingrata labor de convertirse en el intermediario entre nosotros y el sector conservador. Lo que esa persona pasó durante los meses anteriores a las Jornadas, no lo sabe nadie, excepto él mismo. Luchó hasta límites que yo no creía posibles, y aguantó todo tipo de broncas y desplantes. Sufrió descalificaciones (dijeron que se le había ido la olla por el estrés), acusaciones de traición, oleadas de llamadas telefónicas y de e-mails recriminando su comportamiento… Pero consiguió hacerse oir, y consiguió que finalmente pudiesen venir todas las personas y grupos que habíamos deseado que vinieran.
Gracias a él, y también a la ayuda de otras amigas de la Asamblea de Mujeres, casi todas nuestras propuestas se aceptaron. Se incluyó a Belissa Andía Pérez en una de las mesas más importantes, y logró que se le pagase el viaje, la estancia y la inscripción. Consiguió que se aprobasen mesas que hablaban sobre la despatologización de la transexualidad, sobre construciones de cuerpos, sobre transfobia y derecho a la diversidad… Convenció a l*s de la Guerrilla Travolaka, la Acera del Frente, vari*s componentes de la Red de Despatologización Trans, un chaval de Barcelona que pasaba por el País Vasco la semana anterior, y algun* más que seguro que se me ha olvidado. Orquestó un «eje del mal» con tod*s ell*s, en el que también se incluían personas de otros grupos, como las Medeak, Itziar Ziga, y no sé cuantos más. Lograr que Elízabeth Vásquez del Proyecto Transgénero de Quito fue casi lo más difícil, aunque al final se consiguió también gracias a la colaboración de otras personas que insistieron hasta persuadirla de la importancia de su intervención, e incluso organizaron una pequeña colecta y pusieron dinero de su bolsillo para pagar el alojamiento y el pasaje de avión.
Pero no fue fácil. Ni para él, ni para nadie. Los problemas aumentaban exponencialmente según se acercaban las jornadas. Empezaron a haber conflictos dentro de nuestro propio grupo.
El jueves, día 4, nos reunimos para los penúltimos preparativos, y discutimos. Una persona acababa de anunciar telefónicamente que abandonaba el grupo, y el trabajo que tenía pendiente con nosotros, a causa de algo que yo le había dicho. Por mi parte, yo no tenía (ni tengo) la sensación de haber hecho o dicho algo ofensivo, aunque no pude evitar sentirme culpable. Curiosamente, esa persona que se había sentido tan despreciada por mí, no me comunicó ese sentimiento, sino que lo habló con una tercera persona, eliminando así toda posibilidad de hablarlo y aclaralo. La tercera persona, por su parte, y sin querer entrar en discusiones, me dijo: «yo no se nada, pero una disculpa a tiempo arregla muchas cosas…».
No me disculpé. Ni siquiera llamé a quién nos había dejado en la estacada. Medio resfriado, con malestar general y algo de fiebre, estuve ayudando a preparar los materiales para la actividad «Espacio Difuso» que se acababa de quedar coja con la deserción, y aguantando el chaparrón. Al final no sólo se iba a pringar A., sino que había para todos.
Ese día volvía mi casa con la sensación de que alguien había tirado un cubo de mierda delante de un ventilador. Cabreado, resfriado, cansado, y diciendo que a partir del lunes me hacía machista. Totalmente desencantado del feminismo, acusándome a mí mismo de creer que el feminismo es un movimiento de liberación e igualdad, en lugar de «lo mismo que el machismo, pero del revés», que dicen todos mis amigos que es. Maldiciendo lo inocente que soy, que me creo que por ahí hasta hay gente inteligente y luchadora que no sólo busca su propio provecho.
El viernes me levanté cansado, pero me puse a limpiar la casa para dejarla presentable. Por la tarde, mientras l*s demás estaban preparando el «Espacio difuso», A. y yo íbamos al aeropuerto a recoger a Belissa. Ahora puedo decir, con orgullo, que llevé a Belissa Andía en mi coche. Lejos de estar molesto por lo de «hacer de taxista», me pareció (y me parece) un privilegio. Lo cual no significa que me hubiese reconciliado con el movimiento feminista, ni que hubiese dejado de preocuparme que nuestro grupo de Conjuntos Difusos dejase de existir.
Después, tocaba ir a echar un cable al «Espacio Difuso». Después, irse de cervezas con l*s otr*s amig*s que ya habían llegado, para prepararnos para lo que se avecinaba. Yo no era el único que estaba preocupado, ni cabreado, con todos los tejemanejes, juegos de poder, etc, que habían salpicado la preparación de las Jornadas. La mierda expulsada por el ventilador había llegado muy lejos.
Por eso, entre vari*s, habían preparado un «Manifiesto Transfeminista» declarando eso, que ya estábamos hart*s de aguantar tonterías, y que el movimiento feminista debe abrirse a las nuevas ideas y sujetos que se acercan a él, o extinguirse.
Personalmente, yo no suscribí ese manifiesto, puesto que presentaba una postura que me resulta demasiado agresiva, y sentía que continuaba excluyendo a los hombres de su discurso. Admitía, eso sí, a «lxs trans», y a las maricas, pero… ¿significa eso que en realidad para quienes escribieron eso, los hombres trans y los gays no somos hombres, o somos menos hombres que los demás, o, directamente, somos mujeres? Por otra parte, tampoco me opuse al manifiesto, y ahora, a toro pasado, reconozco que me alegro de que se escribiese y se leyese, aunque me hubiese gustado que el tono fuese distinto.
Ese día volví a mi casa cansado, menos resfriado, y más contento, aunque todavía preocupado por lo que pudiese ocurrir en los días venideros.
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