No hay que ser ningún genio para darse cuenta de que últimamente no lo estoy pasando muy bien que digamos. Sí, estoy en plena racha de bajón, de hastío al ver que mi vida no es más que una gran espera de cosas que no llegan, de frustración porque no puedo hacer nada para enderezar el rumbo, de… de estar muy cerca de la depresión.

Por otro lado, un amigo mío me invitó a que fuese a una sesión fotográfica que iba a hacer con otros colegas. Se trataba de promocionar al mismo tiempo el trabajo de una costurera, que hace vestidos medievales, un grupo de recreación histórica medieval, y del propio trabajo de los fotógrafos, por supuesto. Me pareció que podría ser divertido y me apunté.

Hace unos meses, habría estado aterrado ante la posibilidad de conocer gente nueva, pero en esta ocasión no. No estaba nervioso, o al menos, no demasiado.

Lo que no tuve en cuenta es que no es lo mismo presentarse a una persona, o introducir a alguien nuevo en un grupo ya creado, que ser tú el que entra nuevo en un grupo de gente que ya existe y que, además, tienen un area de interés común que yo desconozco. Cuando conozco a gente nueva, de uno en uno, o de dos en dos, y percibo que no me ven como quisera que me viesen, no me resulta difícil llegar a posicionarme dentro del lugar en que quiero estar. Hay que hablar con firmeza, sonreir, y actuar como si te sintieses muy seguro de ti mismo.

En un grupo esto no funciona. Lo que ocurrió fue que todos me vieron raro, y como ninguno me conocía, no había manera de dar normalidad al asunto, sino que la sensación se retroalimentaba de persona en persona, sin necesidad de que hablasen entre ellos. Las conversaciones banales morían jóvenes,  los «corrillos» se iban desplazando de manera que me quedaba fuera una y otra vez, si me quedaba solo con alguien, enseguida se les ocurría ir a buscar a otra persona para contarle cualquier cosa… En fin, de repente había regresado a mis tiempos de instituto, que no fueron precisamente la mejor época de mi vida.

Por suerte ya no tengo 15 años y, además, ya se por qué no consigo «encajar» a la primera, aunque realmente es la primera vez que me introduzco en un grupo de gente que se conocían entre si, pero a quienes yo no conozco. Y el no tener un tema en común para hablar, no ayudaba en nada.

Fue un poco durillo, la verdad. Además, teniendo en cuenta que estos días estoy, como ya he dicho, bajo de ánimos… pues más difícil todavía. Cuando llegué a casa estaba muy cansado, y con muchas cosas dándome vueltas en la cabeza. Cosas como que no tiene sentido haber sacrificado tanto para volver a tener los mismos problemas que tuve cuando era adolescente, y que, de hecho, había conseguido dejar de tener. Cosas como que quizá, de algún modo, estoy destinado a no encajar en ninguna parte y no conseguir llegar a ser feliz. Ideas tontas en general.

Aún así, quedé para salir con la gente por la noche, y fue un acierto, porque entonces las cosas mejoraron. En el grupo entraron personas nuevas, de fuera, con las que sí que podía encontrar temas en común para hablar, y que no debían verme tan raro, o si me veían, les daba igual. Al final de la noche, pegué hebra con uno de «los nuevos», que también andaba un poco descolocado.

Nunca en la vida habría imaginado lo que esa persona me dijo, sin conocerme. Porque me dijo que yo ya había tomado suficientes decisiones en mi vida como para venir ahora a preocuparme por ideas que venían desde fuera. Que en realidad todo el mundo se siente igual de inseguro que yo, y que lo que buscan en los demás es alguien que transmita una seguridad en la que refugiarse. Que no importa si tengo miedo, porque en realidad ser valiente no es no tener miedo, sino que no se note. Que uno puede ser como quiera, basta con inventarse un personaje que te guste interpretar y creertelo, porque entonces los demás también se lo creerán. Que la diversidad es buena, natural, y ha existido desde siempre, por más que muchos cantamañanas insistan en decir lo contrario. Que él mismo nunca se había sentido conforme con el papel «de hombre» y había tenido ciertos problemas en su día con ello, pero que al fin había llegado a la conclusión de que le daba igual.

Todo esto me lo dijo sin conocerme ni saber nada de mí. Son cosas que yo ya sabía, incluso que ya había escuchado antes, pero que, al mismo tiempo, estaba necesitando oir en ese momento, quizá desde hace un par de semanas.

Desde entonces me siento mucho mejor, aunque cada vez que pienso en ello me pongo a llorar como una magdalena. Esto de llorar tampoco es malo. En realidad me siento como si fuese una presa que se ha roto y se vacía de golpe de todo lo que contenía, pero como lo que contenía no es nada bueno, está bien si consigo deshacerme de ello. Es, simplemente, que en estos momentos me gustaría tener a alguien que fuese valiente por mí y que me diese una seguridad en la que refugiarme. Que ante el chaparrón de la vida, me gustaría tener a alguien que se hubiese inventado un paraguas para prestarme, en lugar de tener que inventármelo yo, y durante una hora o así, tuve alguien que lo hizo, con una increible intuición para darse cuenta de que llevaba encima un pequeño nubarrón negro que no debaja de llover.

A solas, recordando todo lo que este desconocido me dijo, he encontrado una forma de desahogarme de un dolor con el que no sabía exactamente que hacer y como darle salida. Lo curioso es que, como casi siempre, las cosas más pequeñas, que llegan en el momento en que menos te las esperas, pueden suponer una gran diferencia.