Antes de empezar a escribir, creo que es bueno que avise de que ando con un resfriado que no me deja vivir, y es posible que las frases queden un poco «desenlazadas».

En la anterior entrada hablaba del Orgullo… y ahora toca hablar de la política. La política, desgraciadamente, es necesaria. Los políticos hacen las leyes y controlan las subvenciones y los permisos, así que hay que intentar llevarse bien con ellos y convencerlos de que lo que estamos pidiendo y lo que queremos hacer, es bueno.

También hay que reconocer que los partidos «de izquierda» suelen ser mucho más abiertos y tolerantes que los de «derecha», que son más conservadores, y habitualmente no solo no apoyan, sino que, además, hacen todo lo que está en su mano para evitar que las personas del colectivo GLTB tengamos los mismos derechos que los demás. Al matrimonio, al libre desarrollo de la personalidad, al honor, a la intimidad (vulnerados todos estos por el DNI, aunque el tema está parcialmente solventado gracias a la Ley 3/2007 de Identidad de Género)… todas esas cosillas de la sección primera del capítulo II del título I de la Constitución que se supone que son los derechos y libertades fundamentales de los españoles.

Lo que sin embargo no es cierto es que todos los de «izquierdas» sean santos y progres, ni todos los de «derechas» malvados y retrógrados. Igual que muchas veces se habla de que no todos los hombres ni todas las mujeres son iguales, y que alguien, por ejemplo, puede ser hombre y al mismo tiempo gustarle la poesía, o ser mujer y armarse de un taladro y un destornillador para arreglarse la casa ella solita, creo que es un error juzgar a todo el mundo por el mismo rasero en lo que a política se refiere.

A veces, en lugar de utilizar la política como herramienta para el activismo, el activismo se convierte, sin saberlo, en un instrumento de la política, y eso me da mucha pena. Veo repetirse esquemas de rechazo por razones políticas entre activistas de la misma manera que se produce el rechazo por cuestión sexual en otros círculos. También veo que los planes para hacer cosas, incluyen discursos con clara tendencia a favor de unos y en contra de otros, y, lo que es peor, veo que en el interior de muchas asociaciones, y también entre las propias asociaciones, se producen graves disputas por el único motivo de la ideología política de cada cual.

¿Es que los seres humanos no podemos aguantar ni un poquito sin establecer clases, distinciones y categorías que separen a «los buenos» de «los malos»? ¿Es que no podemos aceptar que entre el blanco y el negro siempre hay una gran cantidad de grises? Conozco a muchos «peperos» que son mis amigos y les da igual mi identidad de género u orientación sexual. Conozco a muchos católicos que no creen que haya nada de malo en que te guste más acostarte con una persona o con otra, o tener una identidad u otra, y que están seguros de que Dios opina exactamente igual. Igual que conozco a comunistas y socialistas que no creen que una familia homoparental pueda estar equilibrada, o que piensan que las personas transexuales tratamos de fingir que somos lo que no somos por el mero capricho de hacerlo.

De modo que ¿puedo decir que todos «los de rojo» son mis amigos y todos «los de azul» son mis enemigos? ¿Tengo derecho a prejuzgar por las creencias o ideologías generales de otros?

No estoy de acuerdo con los católicos, ni con los grupos de talante conservador, y nadie me verá entrar en un bar de falangistas, o en una iglesia,  excepto para pedir una fe bautismal, con el objetivo de apostatar, o porque algún pariente o amigo está haciendo ahí dentro algo que es importante para él, como casarse o bautizar a sus hijos. Pero tampoco le diré a alguien que es mi rival a causa de su fé o de sus convicciones políticas, al menos hasta que no sepa qué puntos tenemos en común y en cuales diferimos.