Cuando tomé la decisión de empezar a luchar por ser yo mismo, había algo que me frenaba: el alto precio a pagar. Tenía toda mi vida planificada para vivirla bajo aquella otra identidad.

No sólo hice planes. También había trabajado mucho, había puesto muchas ilusiones, esperanzas y esfuerzos, y esperaba recoger los frutos de todo aquello. Pero sabía que la condición indispensable para ello era ser mujer.

Soy la misma persona que era. Me gustan las mismas cosas, pienso de la misma forma. También han habido cambios: ahora me comprendo mejor a mi mismo, y he encontrado la respuesta a ciertas cosas que yo solía hacer o pensar que nadie comprendía, ni siquiera yo. Ya no tengo que luchar conmigo mismo y, en general, estoy más tranquilo y feliz, aunque al mismo tiempo a veces sufra.

¿Por qué el yo que soy ahora no puede continuar con la vida del yo que era antes, si soy la misma persona? ¿Por qué el precio que he tenido que pagar para ser yo mismo ha sido renunciar a mi vida?

Me parecía un precio excesivo, pero lo pagué.

Hoy Mic ha firmado las escrituras del piso en el que íbamos a vivir los dos, y le han dado las llaves. Me alegro mucho por él, y espero que sea feliz allí, pero al mismo tiempo es como si revisase la factura de lo ya pagado. Como cuando echas cuentas y dices «sí, tenía que comprarlo, pero… ¡¡¡que caro está todo!!!».

En general, creo que no he hecho un mal trato, pues los éxitos en la vida no tienen sentido si no puedes disfrutarlos. También sigo pensando que aquí el más perjudicado no he sido yo, si no Mic, que es el que pagó la otra parte del precio, sin llevarse nada a cambio. Y friamente, entiendo por qué las cosas han tenido que ser así.

Pero la parte más irracional, la que no atiende a razones, sigue sin comprender por qué no podía ser todo más sencillo.