Cuando July me preguntó de qué tenía miedo, por un momento me quedé sin saber qué decir, lo cual no es algo que me suela ocurrir. No sabía de qué tenía miedo, pero sí que sabía que tenía toneladas de él encima.

Mirando atrás, me doy cuenta de que no podía ser de otra manera. Arrastro un largo historial de mentiras y rechazos, y la sensación de que todos pensaban que era «raro» aunque yo no entendía muy bien por qué.

Miento. Siempre he sabido, aunque fuese en una parte muy interna de mi mente, en el ricón que todos tenemos para apartar las cosas que no nos gustan, que nos duelen y que no queremos ver o que los demás vean, que lo que me hacía distinto de los demás era que yo quería ser de otra manera. Yo quería ser un niño, un chico o un hombre, según los años iban pasando, y era perfectamente consciente de que eso no era normal.

Por supuesto, todo el mundo se encargó de hacérmelo saber, explicándome repetidamente lo que era un niño, lo que era una niña, impidiéndome hacer las cosas que quería (por ejemplo, muchos niños no me dejaban jugar con ellos, porque «las niñas son un roll»), o burlándose de mi si las hacía de todos modos (que gran colección de expresiones existen para censurar comportamientos incorrectos, desde la pueril «marimacho», hasta el bienintencionado «estás muy fea con esa ropa ¿Por qué no te arreglas y te pintas un poco?»). No puedo evitar ahora recordar a todos los amigos varones que he tenido y que tuvieron que soportar junto a mi los rumores de que «éramos novios», doblemente ofensivos porque, además, parecía una locura que alguien pudiese encontrar atractivo el emparejarse conmigo. Algunos cedieron a la presión y pasaron de ser mis amigos a unirse al coro de reproches con un simple «¿yo ser novio de eso? ¡ni de coña, vamos!» para no volver a hablarme nunca más. Otros decidieron que les daba igual lo que dijeran los demás, y se quedaron a mi lado, incluso me defendieron.

El caso es que, de esta manera aprendí que cosas me estaban permitidas y cuales no. Y aprendí a tener miedo, de que, si la gente notaba que hacía o pensaba «cosas raras», me quedaría completamente sólo. Este miedo incluía a mis padres, y posteriormente se amplió hasta llegar a mi novio, como no. Y en los días en que decidí que ya estaba bien de hacer teatro y que tenía que mostrarme ante los demás como realmente soy, todo ese miedo se me echó encima. Sólo que es ya un miedo tan interiorizado, tan asumido, que forma parte de mi personalidad, y por eso no sabía darle nombre.

Ahora ya sé a qué tengo miedo. Me da miedo quedarme solo, sobretodo porque ese plato ya lo he probado y es muy amargo.

Por suerte, parece ser que he aprendido a escoger mis amistades con mucho mejor tino que antes. También la lucha de los colectivos GLTB a lo largo de los últimos 20 años ha ido calando poco a poco en la sociedad, y las cosas ya no son como antes. También me he dado cuenta de que hay que luchar contra los miedos, porque muchas veces son sólo fantasmas que nuestra mente dibuja sólo para asustarnos.

Por último, ahora tengo, ya por fin, la fuerza que me faltaba para afrontar mis miedos. Aunque me quedase solo, aunque tuviese que dormir en la calle bajo una caja de cartón, no me lamentaría de hacer lo que estoy haciendo.

Y es que, siempre he pensado que la libertad no consiste en hacer lo que uno quiera, si no en marcharse de un lugar cuando ya no quieras estar en él.

Por cierto, antes de despedirme de July aquel día, me miró a los ojos y me dijo: «te irá bien». Me he guardado esas tres palabras en el corazón, y si tengo miedo, las repito como un mantra. Desde entonces he vuelto a dormir casi todas las noches, cosa que en aquel momento no hacía.

Tendré que pedirle a July que lea esta entrada del blog.